Opening night. Cassavetes.



Opening night o cómo discurrir sobre el tiempo que aja la carne y nos pone contra las cuerdas de lo inevitable. A fin de cuentas un modo de asesinar al culpable que en el fondo del espejo viene a estrangular entre sus manos la paz consensuada de nuestros yos que no quieren saber del transcurso del tiempo.
Gena Rowland, en el papel de Myrtle Gordon, una actriz de Broadway a punto de enloquecer en el acto de negar la vejez, intenta recomponer la realidad hasta el punto de convertir ese pretendido retorno al tiempo que nunca ha de volver, en una parodia en la que los esposos Cassavetes, actores y personajes reales, interpretan acaso en el “jocoso” finale un vano intento de revelarse contra la apisonadora de ese tiempo que ya golpea con su aldaba en las conciencias de los protagonistas. El público aplaude los afeites de la improvisación final con una fuerza que recuerda aquello de reír para no llorar. Myrtle se niega a meterse dentro de la piel del alter ego de una autora septuagenaria y lucha denodadamente para solucionar el conflicto que representa el que las pasiones puedan ser afectadas por el paso de los años. ¿No es acaso la película un circunloquio en torno a la búsqueda de una imposible eterna juventud?
Durante la proyección sucede con frecuencia que uno no sepa qué está sucediendo en la película. Un detalle que se agradece porque deja un margen considerable al espectador para que él mismo tenga la oportunidad de ir proyectando sobre el hilo de una trema algo expresionista sus propios devaneos en torno al tema central del film. La larga e inquietante intriga con que el director mantiene las últimas secuencias de la película, centrada sobre el hecho anecdótico de si la protagonista llegará o no a tiempo para representar la obra de teatro que protagoniza en un conocido local neoyorquino, actúa como larguísimo puente de transición en donde el drama del tiempo que pasa viene, tras la borrachera y la negación de la realidad, a ser sustituido por la supresión de la consciencia de la vejez que se aproxima, trayendo como consecuencia bajo el brazo la ficción de una comedia que a la larga relajará tensiones y permitirá una relación con el entorno y con uno mismo menos penosa. La vida perderá intensidad pero el organismo se habrá acercado a esa reblandecida humanidad que permite a hombres y mujeres vivir sin excesivos sustos en el cuerpo; un sentido de la adaptación plausible, quizás conveniente, pero nada convincente porque, vivir negando la realidad, la degradación física o mental que trae consigo la vida, es traspasar la capacidad de asumir la propia existencia a un estado de sedación en donde nuestro yo parece abandonarnos para convertirse en un edulcorado remedo de nosotros mismos.
El triunfo de esa visión edulcorada de la realidad, aplaudida calurosamente al final de la representación teatral, señala la dirección hacia la que la que el público prefiere dirigirse; la opción de quien quiere alejar de sí las complicaciones vitales y conducir sus días lejos de esa parte de la vida que es dolor sin vuelta de hoja.
Yo hubiera preferido otro final para la película. La vida es como una estatua, uno no puede limitarse a verla sólo desde un sólo frente, hay que girar en torno a ella y observarla desde todas las perspectivas posibles, cara a cara; para eso es nuestra, toda nuestra. La vida, labor esencial de nuestras manos y nuestros empeños, debe de ser nuestra obra de arte más allá del dolor, por encima del paso del tiempo que no perdona, hasta el momento último. Algo que conviene repetirse a menudo hasta hacerlo parte de nuestra propia carne. El punto final de nuestra obra, el golpe magistral de Miguel Angel con el cincel sobre el mármol, ese ¡habla! sobre la obra finalizada del Moisés, debería ser llegar al momento de la muerte con entereza, con la plena conciencia de que estamos columbrando nuestra obra final.
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