El Chorrillo, 15 de julio de 2016
Primero llevaba todo el día dando bandazos de un lado para
otro y, después, adormilado, tirado en el sillón esperando a que se me pasara
el muermo. Sobre las cuatro abrí los ojos y, mirando a través de la somnolencia,
llegué a pensar que algo tenía que hacer, aunque no me apeteciera, cualquier
cosa. Recordé someramente un a entrevista al psicólogo de Harvard Dan Gilbert días
atrás, alguien que ponía el asunto de la felicidad en cuestión tratando de
demostrar que eso de la felicidad era un asunto de química y que la cosa estaba
en encontrar aquello que produce buena química en nuestro organismo.
Descartados los tópicos del dinero y sus subsiguientes, apuntaba hacia... pero
no, no esto asunto que me interese. Pensé entonces en un amigo que se deshace
de los muermos largándose al monte y dándose un buen tute caminando hasta Peñalara
o Cabezas de Hierro. Pero tampoco, esto no me servía, todavía no tengo coche y
llegar hasta allí me lleva demasiado tiempo. La tercera opción me venía de
alguien que arremetía contra el sopor de esos ratos de jodida indiferencia y
aburrimiento colocándose frente al ordenador y tratando de escribir algo. Sí,
algo, cualquier cosa. Así que en esas estamos, muerto de aburrimiento y con una
desgana en el cuerpo de padre y señor mío tratando de abrirme paso en un juego
de tira y afloja frente a la pantalla del ordenador. La escritura como terapia.
En esto estaba cuando el repartidor de Seur tocó el timbre
de nuestra parcela. Me traía un ejemplar del último libro que había publicado
el pasado diciembre y que todavía no había tenido la oportunidad de ver, La hortelana y su chico se van de viaje. En
la portada, una pareja de jubilados que emprendían un largo viaje alrededor del
mundo. Me gusta este acto de tener en las manos un libro nuevo del que por
demás eres autor. Un buen tocho, me digo, mientras contemplo la portada y me
veo a mí mismo y a la hortelana rebosantes del vigor de un día de marcha, que
habíamos comenzado en torno a las tres o las cuatro de la mañana, allá por los
montes Tauro, en Turquía. Hojeo por aquí y por allá y me encuentro con en las
primeras líneas que encabezan el libro con una reflexión sobre el hecho de
viajar: "Probablemente no se trata tanto
de viajar por el mundo como de ver qué sucede en la confrontación entre el mundo
y nosotros. Qué es lo que sucede en nuestro interior, en nuestra alma. Esa es
la búsqueda, la de tu propio yo, la de ver cómo el mundo trabaja en nosotros
esas cuerdas que nunca tocaste. Es algo que tiene lugar entre tu yo y el mundo,
entre tú y la gente, entre tú y yo y todo aquello qué sucede a tu alrededor".
No recordaba yo esta
reflexión que acaso viene como anillo al dedo a esta mi tarde de aburrimiento y
de esperar a que algo venga a sacarme del sopor. Es cierto que viajando suceden
"cosas" en ti que en otras circunstancias no sucederían; en cierto
modo nuestro estar en el mundo es una continua confrontación con la realidad,
con el tú, todo lo que no eres se acerca a ti, se te muestra como un
interrogante que te obliga a razonar, a revisar tus puntos de vista, a tratar
de encontrar una síntesis entre lo que crees, lo que piensas, la idea que te
has hecho del mundo y de las personas y lo que la calle, los pueblos y las
circunstancias del viaje te muestran en cada momento. Quien adopta la resolución
de tratar de comprender la realidad que nos rodea lo tiene siempre difícil. En
estas circunstancias al viajero, que se encuentra a cada momento con
circunstancias y países tan distintos, le cabe la oportunidad de una situación
privilegiada dada precisamente por esa diversidad por la que atraviesa.
Sin embargo, lejos ahora
de los vaivenes de los viajes, cuando en las largas tardes de julio sólo
parece haber espacio para dos, tres cosas fundamentales, porque el resto,
recorrer tal o cual país, visitar esto o aquello, abandonado ahora como un
lastre del que ya no podía tirar porque el cansancio había hecho un gran
agujero en ese placer tan ponderado de viajar; lejos, digo, de ese trajín,
pareciera difícil volver a retomar la vida diaria. ¿Cómo decir? Como si después
de haber vuelto, atravesado un conocimiento de las cosas y las gentes del mundo,
a uno le quedaran cada vez menos cosas por descubrir, supiera de antemano
tantas cosas, hubiera adquirido tantas certezas que no mereciera la pena dar
muchos pasos más allá porque el mundo puede encerrarse en un puñado de
verdades. Porque el mundo puede encerrarse en un puñado de verdades. ¿Una vez más
el conocimiento mata? ¿O acaso cada vez van siendo más reducidas las
posibilidades de alumbrar una ilusión, esa llama engendradora tarde o temprano
de proyectos, de retos, de ganas de levantarse cada mañana para comerse el
mundo? ¿Debemos reconocer que llega un momento en que el mundo, acaso también
la vida, se han hecho menos atractivos, más planos?
El antídoto contra esta
peligrosa enfermedad que aflora con la edad y con la acumulación de
experiencias me lo tropecé hace días en una entrevista al filósofo George
Steiner, que en determinado momento empezó a hablar de la "dictadura de la
certidumbre". Hoy, saboreando el gusto que me da no estar en ningún
lugar de Oriente, ni en India, ni en Birmania, ni en y cualquiera de los lugares
por los que viajamos este año, y a la vez apresado por las certezas de un mundo
cada vez más caótico y tomado por los hilos que la codicia siempre de unos
pocos ha ido urdiendo alrededor del planeta; un mundo donde se perfila un
futuro presidido por las nuevas tecnologías, pero triste, despersonalizado,
hecho a los modos de un consumo estéril; hoy, así las cosas y de postre con un
tercio de la población de España votando a la mafia que los gobierna, cuando la
certeza de que esto no tiene solución y que estamos abocados a un mundo de
mierda por tantas razones, sentí con tal fuerza la presión de esa dictadura de
que hablaba Steiner que llegué a pensar que era precisamente esa certidumbre la
que me estaba jodiendo la vida. No lo que uno simplemente sabe o deja de saber,
las ideas, cosas que pueden cambiar con el tiempo. Ortega a esas certidumbres
las llama creencias, aquello que está profundamente enraizado en nosotros, que
defendemos como propiamente nuestro y que apenas cambia con los años. Cuando
esa clase de sustancia que en un principio era una idea, una reflexión, una
deducción, se convierte en certidumbre, en creencia, en algo mucho más íntimo y
personal, convive con nosotros de una manera mucho más plena, como si ello
fuera parte de nosotros mismos.
Y así las cosas lo peor del asunto es cuando la certidumbre
es tóxica y no hay manera de convencerse a uno mismo de lo contrario. Es como
pensar que a ese treinta por ciento que vota al PP dentro de unos días se le va
a aparecer la Virgen y van a descubrir una nueva verdad. Quizás hay casos en
los que más valdría ser un perfecto ignorante y dedicarse a ver fútbol y a
defender a Messi de esos "imbéciles inspectores" de Hacienda que se
atreven a meterse con un pateabalones de postín.
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