Caminar, un modo de meditación

Leí algo así en una novela de John Berger y se quedó por ahí la idea bailando. He pasado media vida caminando. Me gusta caminar. Caminar desde antes del alba, sentir interiormente el movimiento cardiaco en un segundo plano de la vivencia; hacerse cargo de los distintos ritmos de la respiración, fijar la atención en el momento que se produce la inflexión entre la inspiración y la expiración, el pecho que se hincha, el aire que atraviesa la traquea. Este simple y constante movimiento que nos mantiene vivos necesita de nuestra atención, primera atención cuando se atraviesan los bosques, todo a la vez fundido en nosotros.
Después está el bosque mismo, los olores, la descomposición foliar en lo profundo de los hayedos, el matiz pastoso y amargo de un espacio que deglute al tiempo; las lilas flotando sutiles entre las aguas rumorosas del arroyo cercano; el humo de la leña mojada en la vecindad de un refugio; o el color y las formas de las montañas cuando la niebla con pincel de blanco vaporoso juega a esconder los valles bajo un lago de ceniza clara; cuando la luz aterciopelada que atraviesa el bosque dibuja hilachos de sol convirtiendo en incienso y mirra, en hora de recogimiento, el paso del caminante; atención a los sonidos, apenas un murmullo en las ramas de los árboles, al crescendo del viento, al fragor impetuoso siempre maravillosamente mágico de las tormentas bajo la la lluvia; y a los pájaros que tras ella, u ocupando el comienzo de la mañana, acompañan al camino; el bosque es de tacto suave y húmedo, se deja acariciar con tu paso, con tus ojos, con tus manos, le gusta cantar una nana cuando une tu sueño al suyo, le gusta vestirse de fiesta de tanto en tanto.
Espectáculo intenso para este caminante que guardará primorosamente en su interior cada manifestación íntima del bosque. Ha de darse por sabido que en la montaña no todo se ve en un paseo y no todo se comprende ni se deja comprender en una accidentada visita. El bosque alberga muchos más enanitos de los esperados. Entre las ramas de los árboles fluyen inevitablemente los interrogantes, el placer de la soledad y el silencio, esos espacios de tiempo que habrán de convertir en meditación y rezo nuestro tránsito, el largo deambular por los valles y los bosques; trozos de locura que añadir a la sinfonía de la existencia.

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