Las "locuras" de Fitzcarraldo

Ella había visto el día anterior Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog, y la exuberancia del paisaje y la pasión de aquel personaje, su loca manera de vivir, había despertado su inquietud de una manera poco corriente. Algo impropio para su situación y circunstancia, que desde hacía años hundían sus raíces, como los ficus en los templos de Angkor, en su voluntad hasta resquebrajar piedra a piedra la entera estructura de su edificio interno y convertir su voluntad disminuida en un caos de sillares y piedras dislocadas por los líquenes, la humedad y los tentáculos de una limitadora cotidianidad. Impropia porque no creía ella que remontar ríos, urdir ideas locas y ponerlas en práctica fuera algo deseable, conveniente e incluso posible. Impropia porque pienso que hay personas a las que difícilmente les llegará el día en que puedan levantar cabeza y sacar fuerza de sí mismas hasta el punto de elevar el barco de su propia vida sobre las aguas estancas para arrastrarlo monte arriba y llevarlo así hacia las aguas bravas de la libertad y la creación.


“Es una maravilla estética: los chavales indígenas escuchando ópera por la gramola, la lucha por la subida del barco monte arriba hasta el otro río, la representación final, la suprema, la desbordante alegría de Klaus Kinski, con un enorme puro en la boca: el logro de vivir la vida.” Esto escribía. La verdad es que no parecía ella, a la que yo imaginaba como una Laoconte rendida ante los tentáculos y los imponderables de la vida. Sin embargo, ahí estaba, deseándose también un trago de agua y un poco de luz y preguntándose cómo había de hacer para contener eso que golpeaba contra su piel. Imagino que se refería a lo que golpeaba su piel de dentro a fuera. La inquietud que bulle, el ardor de un proyecto, la intensidad de una vida que de no tener aire y luz se extinguirá; cosas así pensaba yo que eran las que golpeaban contra su piel.
Pienso con mucha frecuencia en lo mucho que estamos apresados en la banalidad (sí, banalidad) de cuatro cosas a falta de algo sustancioso que llene nuestro ser interior; en lo mucho que existimos apresados en circunstancias sin chicha ni limoná; en las preocupaciones de un mundo en donde el individuo de carne y hueso apenas cuenta para nada. “Nos suben” (nos dejamos subir) en el carrito de la compra de Alcampo y ya tenemos la vida hecha: éste es el mundo, esto se debe de hacer. A los políticos, especialmente chalados en estos días, jugando en estos tiempos a pintar o no en una pancarta una consigna, les corresponde una responsabilidad importante en ello. Además de adular al personal o comerle la olla con estúpidas consignas destinadas a ocultar su incapacidad de gestión, deberían cumplir el mínimo objetivo de preocuparse por la gente de a pie. Sí, alentar esos conceptos básicos tan perjudiciales para ellos mismos o para la moral de la obediencia debida tan cara a todo tipo de poder; éstos, por ejemplo: el sentido crítico, el valor de la dignidad y libertad, el fomento de la creatividad en oposición al gregarismo y a la falta de iniciativa, la calidad de vida (y no me refiero precisamente a tener una abultada cuenta corriente).
No es pedir mucho, tan sólo la posibilidad, sin pasar por unos excéntricos, de encontrar un modo de vida acorde con nuestros propios criterios; sin necesidad de tener que rendir pleitesía a las modas y a ese corpus uniformador que son las convenciones corrientes. Solamente dejar un poco de margen a nuestra inteligencia, a nuestras posibilidades de encontrar caminos acordes con nuestra propia capacidad de razonar y entender. Que nos dejen consumir nuestra ración de locura, vamos.
¿Por qué nos son tan caros personajes como Fitzcarraldo? ¿Qué hay de nosotros no resuelto que hace que nuestra curiosidad, nuestros proyectos se disparen hacia determinadas regiones de la actividad humana, hacia otros mundos, lejos, acaso, de una actividad reiterativa y cotidiana que castra una buena parte de nuestras posibilidades? Todos llevamos dentro un buen puñado de anhelos; somos en el deseo y en la expresión, apetecemos lo que hay más allá de la reiteración de los hechos diarios. ¿Por qué entonces la prédica del conformismo y la repetición?
“Pienso que debí encontrar la vida mucho antes de los cuarenta. Ahora, quiera o no, estoy condicionada. Me pregunto a veces cómo he de hacer para contener esto que golpea contra mi piel a veces,” ¿La vida se acaba después de los cuarenta, los cincuenta, los sesenta? ¿Quién lo ha dicho? ¿Por qué? ¿Quien intenta engañarnos o convencernos de tal aberración? ¿No vemos que la vida no puede parar, que basta abrir los ojos para que nos sintamos inundados por algún tipo de deseo, de locura?
Somos blandos. Las barreras sólo se encuentran en nuestro cerebro. En nuestro cerebro, sí. Ni estamos entre los anillos constrictores que aprisionan a Laoconte y sus hijos, ni en Auschwitz. El que no se encamina hacia una vida a la medida de sus deseos es porque no quiere o no pone voluntad suficiente para ello. Destino, escribe Ciorán, es la palabra selecta en la terminología de los vencidos. Y agrega: no despilfarremos la dosis de delirio que nos cupo en suerte.
La conquista de lo inútil, es el título de un libro clásico sobre alpinismo. Tan inútil como llegar al final de una meta en un maratón, tan inútil como hacer música o escribir un libro; tan inútil como tantas cosas en la vida, las que más nos interesan, las “menos productivas”, pero las más gratificantes. La lucha por lo inútil, por lo que nos hace felices.

La inutilidad de los actos de Fitzcarraldo sólo tienen repercusión en los espíritus que todavía albergan la capacidad para comprender hacia donde deben dirigir su vida.













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