El dios de las pequeñas cosas




Recuerdo una conversación con mi hijo mayor hace ya muchos años. Todos deberíamos tener la suerte de encontrar a alguien, le decía entonces, que nos pudiera decir cuándo somos irremediablemente pesados o cuándo nuestra conducta no es la conveniente; alguien que fuera capaz de decirnos de esas pequeñas manías o hábitos que nos afean ante los demás y que no somos capaces de descubrir, y que, por supuesto, los otros callan, y aguantan, incapaces de decirnos aquello que les molesta en nuestro trato... y que les seguirá incordiando por una década sin solución de continuidad porque nosotros en cuestión no somos conscientes de estar provocando el nerviosismo de la persona que tenemos delante. ¿Quien no tuvo, es un ejemplo, una compañera de trabajo, quizás buena persona, a la que durante años hubo de aguantar su facundia, sin que hubiera posibilidad durante todo este tiempo de hacerle una indicación encaminada a moderar su charla o a dejar participar a los demás en la conversación común?

¿Cuánto de nuestra convivencia está hecho de la desmesura -que nos parece desmesura- de los pequeños actos de los otros que nos dejan un poco nerviosos, y que sin embargo no atajamos y nos guardamos por temor a que nuestro interlocutor, nuestro amigo, nuestra pareja se sientan molestos? Esta misma mañana que me encontraba trabajando concentrado en el silencio de mi cabaña y recibo una llamada de una amiga, y que, tras unos cordiales intercambios, cuestiones comunes, hechos que compartimos, empieza a contarme una larga historia sobre algo escasamente interesante que no me interesa; ella está enfadada con la gente de una de esas empresas monopolio de las que es difícil librarse –y quien no-, y se hace prolija en sus explicaciones, y... Y mientras tanto yo noto que me pongo nervioso; miro mi lectura interrumpida frente a mí, paseo la vista por el campo, ¡qué lejos estoy! Cuando cuelgo el teléfono mi sistema nervioso está excitado; necesito un buen rato para concentrarme de nuevo. Tenemos ejemplos a montones. Hay personas con mayor necesidad de hablar que otras; unas prefieren el sol, otras la sombra; unos quieren ir a la playa, otros a la montaña; el programa o la película del momento requiere un acuerdo previo; y, además, si al otro se le ocurre emitir sonidos inconvenientes, apaga y vámonos, excomunión al canto.

Rendir honor al dios de las pequeñas cosas, a los mínimos detalles que nos pueden pasar desapercibidos en nuestras relaciones con los otros, debería ser una buena consigna a tener en cuenta. Cuánto tenemos que aprender. Vemos a cada momento que estamos loquitos por tener a alguien al lado, por disfrutar de la compañía de un amigo, amante, pareja, y sin embargo qué inconscientes somos, qué ciegos para ver lo importante que es para la vida una larga batería de hechos cotidianos que corren el peligro de acabar con la convivencia, de enturbiarla por no tener en cuenta la influencia que ellos pueden tener en la persona con la que nos relacionamos.

Una amiga, casada hace diez años, se despierta por la mañana y se encuentra, sobre el lecho vacío de su compañero, un sobre. Mira inquieta aquel sobre. Lo abre. Una despedida: no volverán a verse más. Ella jura que “todo en su matrimonio iba bien”. Pues que venga Dios y lo vea...

¿Cómo saber de todas esas pequeñas cosas, que reunidas, un día pueden hacer saltar por los aires una relación? ¿o por el contrario, ese otro puñado de pequeñas cosas que nos hacen dichosos a nosotros y a los que nos rodean? A mi me sucede abrir el periódico con frecuencia y parecerme que hay un alto porcentaje de gente sin cabeza rodando por el mundo. Estamos tan obsesionados por “los grandes problemas” que no parece haber ya tiempo para esas pequeñas cosas. Lista de los grandes asuntos: el dinero, el poder, el consumo, las creencias políticas que tienden a reproducir el peligroso esquema de las dos Españas. Apenas queda un rato para hablar con los hijos o leer un buen libro; o razonar acaso sobre los problemas comunes de la vida diaria. Subidos que estamos en el tren expreso de tener grandísimas casas, carísimos coches, o participar en la refriega de ver quien lleva razón si el PSOE o el PP, apenas queda tiempo para contemplar otro paisaje. El individuo no le importa a casi nadie. Pequeño él, diminuto, entidad abstracta sobre la que levantar el jugoso negocio económico o el anodino andamiaje político, no le queda más remedio que convertirse en convidado de piedra a la espera de hacer o dejar de hacer aquello que le venga inducido desde los distintos frentes del “progreso social y económico”.

No, no es cierto que no haya otra opción. El excesivo trabajo nos aleja también de lo que más apreciamos; nos impide dedicarnos a nosotros mismos y a los nuestros. Bastaría con dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. No dejarse engañar, saber que lo más importante que tenemos es nuestra vida y la de la gente que queremos; conceder a la política y al dinero el espacio que merecen, en todo caso pequeño, exiguo en relación a nuestro espacio personal, y dedicarse a lo importante. No se necesita una casa-castillo para educar bien a los hijos, ni gastar infinitas horas de trabajo para disfrutar de la compañía de quienes amamos, para dedicarnos a un proyecto personal. Tener tiempo es infinitamente más importante que todo el poder, la gloria y el dinero juntos; tiempo para amar, tiempo para crear, tiempo para aprender a cultivar el jardín de las pequeñas cosas.

La vida está llena de disminutos detalles que requieren nuestra atención. La propuesta de estas líneas está encaminada a dar suficiente relevancia a lo más simple y cotidiano de nuestro hacer. Leía ayer en Punset que las relaciones sociales son uno de los mejores índices de predicción de la felicidad humana en todo el mundo. Debe de ser verdad. Uno siente una especial emoción cuando los engranajes de las relaciones funcionan con suavidad. Cosa de mimar, por tanto, lubricar y evitar que la arena penetre en el delicado mecanismo de la convivencia.

Pongámonos de hinojos un ratito frente al día que comienza y recemos al dios de las pequeñas cosas para que nos sea propicio, lave nuestros ojos y nos tenga en cuenta a la hora de iluminar nuestro deambular por la jornada de hoy.






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