Últimamente, el momento más bonito del día es aquel en que mi cuerpo y mi alma desperezan lentamente en íntima comunicación con las primeras luces del alba. Perfecto instante en que arropado en mi cuerpo en el final del último sueño, mi otro yo onírico desvaneciéndose en la oscuridad hasta la próxima noche (esa sensación de ser yo nocturno, sueño, otro yo y otras vidas cada noche rondando de una parte a otra del mundo), yo reencontrándome en mi cuerpo arropado y perezoso, caliente bajo el edredón. Y abrir apenas los párpados y encontrarme con las ramas de las acacias y del olmo y hallar allí casi siempre la figura insinuada del cuerpo de una mujer entre el jeroglífico de su madera. Sí, porque en el bosque que crece frente a mi ventana no hay invierno en el que no crezcan estas cosas, torsos, cuerpos desnudos, mujeres sedentes, la atrayente línea del pubis. Y además, la luz del amanecer posándose en la copa dorada del eucalipto que esta mañana se balanceaba señorial e imponente al impulso del viento sobre el frío cielo azul del invierno. Uuuumm, precioso instante; mi cuerpo despertando, la fuente de piedra que fabriqué para que acompañara con su sonido claustral en los bordes de mi sueño rumoreando al otro lado de un enorme ficus.
Ahora me es dado adormilarme si es eso lo que me place, y es que inventé –gran invento- la manera de no ir a trabajar más y poder así jugar a la comba con las sensaciones. Yo, fiel obediente, en lo que me interesa, se entiende, del señor Pessoa, cuando dice que hay que cuidar las sensaciones, que son lo mejor que tenemos, me dedico en estas mañanas a la plenitud de saborearlas, degustarlas lenta lentamente, cuerpo, piel, calor, frío, cielo azul, aire; incluso el berrinche de la pajarera que circunda mi casa pese a este frío que pela de hoy, es en extremo agradable; toda una música y un entorno que propicia que mis pensamientos vuelen lejos; unas veces en ala delta hacia las altas montañas que recorrí durante toda la vida; otras en globo aerostático, hacia los rincones amables y amorosos de mi vida; acaso en un batiscafo a la búsqueda de las profundidades marinas donde nadan envueltas en una difusa luz de amanecer lejano como en una noche de cuento, todo lo que amé, todo lo que sorbí en la vida con la plenitud de mi inocencia, con el candor de mi ingenuidad, mujeres que amé, que amo (que el amor es como una garra que una vez te ha asido no te suelta jamás); acaso entre las alas de Juan Salvador Gaviota o siguiendo las huellas de Shidarta hasta la orilla del Gran Río y visitando de nuevo su corriente, prendiendo a la noche
Sí, así de gratificante es a veces el momento más bonito del día. Vuelta aquí, vuelta allá. Me pongo boca arriba y recuerdo las estrellas con que mi hija había sembrado el techo de esta habitación antes de marcharse de casa, o el poema de amor de Gioconda Belli que había dibujado con letra grandota junto a las estrellas; esos tiempos en que la sangre empezó a hacerle gorgoritos por dentro, Cupido, el de las flechas candentes había hecho su aparición en la vecina localidad de Humanes... eso era lo que pasaba. Mi fuente suena como un arroyo lejano en el borde del bosque.
Sí, yo también tuve un amor aquí, o lo tengo, que no lo sé muy bien, un amor que me visitaba en las mañanas de invierno. Figúrense ustedes: el plácido sueño, la modorra, el frío, también agradable, de la nariz para arriba, en comparación con el calorcito de debajo el edredón, y de repente sentir lejano el pestillo de la puerta de la calle, unos pasos suaves, el bamboleo de la cortina, el frufrú de la ropa que cae sobre la moqueta y la irrupción de la amada entre tus brazos, calor, frío, suavidad... ternura entrañable. Y llenar la mañana de besos... y hacer el amor largamente, despacio, emprendiendo ese largo viaje con los labios del que habla Neruda, desde los pies a
A veces demoro tanto en la cama que no tengo por menos que mosquearme; vago de mierda, levanta, me digo, entonces. Pero no, tranqui, amigo, esto es pura meditación zen, respondo yo, y la meditación zen es algo muy, pero que muy serio. Traer paz al espíritu, constancia de que estás vivo –vivo, coño, ¿no lo ves?-; y sentirse uno así es algo sumamente interesante, y por supuesto un momento crucial en el hecho de existir, dada nuestra incapacidad para vivir el momento presente, abocados como estamos a elaborar proyectos o a recordarnos de continuo, sin llegarnos a enterar de lo está pasando en este instante. Por tanto, carpe diem a tope, bienvenido remoloneo matinal. Si esta mañana no hubiera remoloneado no podría haber subido nada a este mi blog de Pies de Foto; así que una vez más, bienvenida vagancia mañanera. Y además, puestos a equivocarse, como “equivocarse en la vida es necesario para la vida” -esa interesante intuición de Nietzche- pues un hueso más para el cocido, que con toda seguridad va dar más sustancia y sabor a la comida del mediodía.
Sí, es verdad, el momento más bonito del día. Y sobre todo cuando se trata de una manera más de organizar la música, porque el día anterior no fue remoloneo sino todo lo contrario, sonar el despertador, dar un brinco, mirar por la ventana que estaba nevando –precioso el campo todavía oscuro pero iluminado por la mortecina luz de la mañana-, quitarme las legañas y salir corriendo por el campo como las cabras dejando una oscura huella a mi paso por el delicado tapiz de la nieve que había cubierto el camino que lleva al pinar cercano. Frío intenso, guantes, gorro, buen abrigo y mis piernas despertando eufóricas en
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