Mi ánimo derivó esta mañana hacia un puñado de fotografías que andaban por ahí, en el limbo, esperando un instante en que mi interés recayera en ellas. Pertenecen a los años setenta. Un material que de vez en cuando me entretengo en digitalizar para meterlo en el saco sin fondo que es mi disco duro. Desde allí me es más fácil convocarlas, aparecen incluso inesperadamente cuando trabajo en el programa de diseño gráfico. Fue el caso de esta mañana. De golpe me encuentro a pantalla completa con el rostro duro de Magdalena. Intento retocarla, pero no merece la pena, la deteriorada copia original no da para más. Probablemente fue una de tantas fotografías que uno toma sin que haya tiempo para establecer un raporto con el sujeto que está retratando; sin embargo este rostro estuvo colgado en las paredes de mi casa durante muchos años. Magdalena no iba al colegio, vagaba por la calle, pedía un bocadillo, una peseta, pero lo hacía desde lejos, como lo haría un perro al que han arreado más de una patada en el hocico. La miro mientras corrijo el contraste y el brillo; uso el tampón para hacer desaparecer los muchos desperfecto de la copia de papel. Haciendo el trabajo, con el rostro de frente y ampliado, me siento muy cercano a esta niña; probablemente ahora tendrá en torno a los cuarenta años. Pienso en que me gustaría conocerla, tomarme un café con ella mientras me cuenta algo de su vida. He tenido oportunidad en los últimos meses de encontrarme con gente de mi edad a la que no conocía y con quienes las circunstancias ha hecho posible hablar de eso que llamamos
¿Qué tal le habrá ido a a Magdalena en la vida? ¿O a esta gitanillas con el chochete al aire que se sonaba los mocos frente a la puerta de su chabola en el Cerro de la Mica junto al barrio
Junto a Magdalena apareció también la niña de las Hurdes de manos y rostro quemados, que se acercó a nosotros mientras comíamos algo en un bar de algunas de las perdidas aldeas de La niña debería estar atendida en alguna institución estatal pero los familiares más cercanos habían optado por una subvención alternativa en metálico, lo que dejaba a la niña en el total desamparo de la calle, donde mendigaba un trozo de pan. No eran ya los tiempos de Tierra sin pan, de la película de Buñuel, pero no le andaba lejos. Todavía recibían allí a los viajeros a pedradas. Fue nuestro caso en El Gasco, una mañana temprano que bajábamos de las montañas después de hacer un vivac sobre la nieve del collado que comunicaba con Aldehuela.
Habíamos llegado a Aldehuela procedente de Castillo, en donde habíamos comido en casa del Alcalde, a falta de fonda, bar o restaurante en donde poder restaurar fuerzas, y nos encontramos con el pueblo en pleno furor festivo; una euforia triste que nacía de la necesidad de beber sin límites. No faltaron hospitalarios ofrecimientos para dormir en aquella aldea, pero según fue transcurriendo la tarde comprendimos que aquel no era lugar para pasar una Nochebuena tranquila. Así que un par de horas antes de que empezara a oscurecer tiramos monte arriba. Fue una noche intensamente estrellada y fría; desde nuestro vivac unas pocas luces en el fondo negro del valle nos señalaba la situación de la aldea.

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