El milagro de vivir cada día


Me despierto en casa de mi suegra Mary. Lleno de la novedad de un día fuera de mis hábitos diarios, bajo los cuatro pisos de escalera y me echo a la calle. Me siento como un niño pequeño que se asoma al día admirado por lo que ve, un hilo de sensaciones nuevas empieza a correrme por dentro. No hace mucho frío. En la esquina de la calle Sandoval miro hacia el interior de una cafetería; está muy concurrida, parece hacer un calor acogedor dentro; sobre la barra hay un buen montón de croissanes, ensaimadas, churros; las máquinas de café funcionan ininterrumpidamente; camino hacia la calle Fuencarral, tropiezo con un camión de reparto, me cruzo con una discreta oleada de gente; los agentes municipales, equipados con sus uniformes fluorescentes, dirigen el tráfico; los semáforos reparten a su arbitrio el espacio y el derecho de tránsito; en los quioscos se sirven calentitas todas las noticias del mundo reunidas en resmas de papel de distintos tamaños.
Saboreo con delectación lo que me ofrece la calle. Y es que basta que pongamos un poco de novedad en los hábitos diarios para que la forma de acercarnos a la realidad cambie. El milagro de cada día: estar vivo y ser consciente de ello. Tomar un café con leche y un croissant en el bar de la esquina y saber de la cantidad de esfuerzo humano que eso ha requerido; miles de años de civilización que hacen posible que hoy me pueda sentar a la barra de un bar y pueda desayunarme mientras observo al camarero dando los buenos días a un cliente; dos medianitas, Juan, dice éste; ¿leche caliente? contesta el otro. La chica de al lado se fuma un cigarrillo tras el desayuno. La mayoría de los clientes del bar fuma. El gusto del cigarrillo mientras se empieza a tomar contacto con el día que comienza.
Ahora estoy en la sala de espera del oftalmólogo. Me echan unas gotas para dilatarme la pupila y, mientras, hago tiempo. Sobre una mesita se amontonan las mismas revistas de siempre; en una de ellas, a toda página, hay una fotografía de una tal Letizia, a cuyo rostro asoma un cierto aire de timidez. Espera un bebé, una mujer que era la esposa del profesor de mi hijo hace años y que ahora parece que las circunstancias la han convertido en el vientre de gestación de los próximos reyes de este país. Gran honor, sí señor. Sigue siendo la misma pero ahora el rango la ha catapultado a todas las páginas de las revistas y periódicos. Por arte de bobilis bóbilis... etc.
Puede usted tener principio de atrofia del nervio óptico, me dice aséptico e indiferente el oftalmólogo. Sigue un breve (y significativo) silencio interior por mi parte; de repente la posibilidad de la ceguera. El oftalmólogo cumple su trabajo; una larga jornada laboral que comienza a las nueve de la mañana y termina a las nueve de la noche; doce horas de oftalmólogo son demasiadas horas para hacer un trabajo como Dios manda (que diría mi madre); teclea indiferente en su ordenador el diagnóstico; apenas habla; necesita tomar un vasodilatador, añade. Esto también es un milagro, poder ver, una suerte de la que raramente somos conscientes. Ahora recuerdo un artículo que pasé de largo mientras leía sobre el embarazo de la señora Letizia; una entrevista al alcalde de una localidad de Barcelona que es completamente ciego; eso lo recordé después de hacer su diagnóstico el oftalmólogo. Estar ciego, ser ciego. No ver más los colores, el bosque, las montañas, el mar, los cuadros que siempre amaste, la gente que abarrota la calle, las fotografías que recolectaste durante cuarenta años. Quedarse ciego y acaso seguir viviendo.
Cuando salía del oftalmólogo, una cascada de luz me impedía abrir apenas los ojos; mi pupila dilatada no podía soportar el flujo luminoso que bañaba la plaza y resplandecía inundando mi campo visual como si de un inmenso campo de nieve se tratara. Hube de acogerme al refugio de la acera umbría de la calle para protegerme de la luz que invadía mi retina. Busqué desorientado una óptica donde comprar unas gafas de sol; la encontré en la plaza de Iglesia (Iglesia, sí, que no Iglesias como había dicho siempre, que debo atender a la solicitud de una amiga que brega estos días por la exactitud de mis palabras y me ayuda a recordarme la incorrección de algún laísmo o la evidencia del género femenino del vocablo agua). A esta hora la magia de la mañana había desaparecido casi por completo. Me encontraba desvalido e inseguro con la visión mermada, con esa amenaza de atrofia de nervio óptico que me habían disparado a bocajarro momentos antes; y, además, ya sabe que usted tiene también principio de cataratas, añadió sádicamente, no conformándose con el impacto que había producido en mí su primer aserto. Opté por unas gafas que no me gustaban pero que protegían herméticamente mis ojos de ese mar de luz que invadía la calle.
Cambié de escenario, ahora es la consulta del urólogo. La hora del dentista se me pasó en el oculista mientras dilataba la pupila (sí, era mañana de ITV hoy). La próstata. Mi tío Mario murió de un cáncer de próstata; también mi madre murió de un cáncer; no de próstata evidentemente; y también otros dos tíos más, de los que no recuerdo en qué parte de su cuerpo se cebó el cáncer. La señorita de recepción me ha echado la bronca por no llevar volante (que olvidé en casa); tampoco sé el nombre del doctor; un desastre. También olvidé el talonario de las recetas, y el número de teléfono del dentista, a cuya consulta ya no tengo tiempo de llegar. Dos muelas jodidas que quizás puedan salvar una endodoncia. Mejor no ir al médico. Todo esto me deprime, o quizás no tanto, para eso hoy es una mañana de milagros.
Son las doce y media. Debo estar a las dos en la plaza de los Cubos, en plaza España. Después iré al cine con Victoria; la película que me recomendó mi amiga Raquel, Más extraño que la ficción. También el cine es otro milagro; y la novela de Jane Austen que leo, Persuasión, un ejemplar que ostenta el precio en caracteres relevantes: 3 Pesetas. Estamos rodeados de milagros y de amenazas de muerte. Una mujer mayor limpia la caspa de la chaqueta de su marido, le da golpecitos en los hombros. Cosas cotidianas, el hábito de la vivencia en común. Llaman a una señora mayor muy delgada con aspecto demacrado; su marido, un hombre fornido de cuerpo voluminoso, la ayuda a ponerse una rebeca y la empuja hacia la puerta dándole cariñosamente una palmadita en el trasero. Tres minutos para hacerme la ecografía.
Se acabaron los médicos por hoy. Sólo me queda darme un paseo, comer en algún sitio baratito, que la economía no está para derrochar, y ver tras el café una película. Durante el paseo seguro que pensaré un rato en esa necesaria cesación de una relación difícil a la que hago frente. No mucho, lo suficiente para ir deshaciendo en mi sistema límbico lo que el tiempo y el afecto construyó durante muchos años. También esto será un milagro que habrá de suceder. Pensaré también en esa amenaza de atrofia del nervio óptico del único ojo con el que veo. Un ciego alimentando sus días sin luz, sin color, sin imágenes, sin rostros llenos de alegría o temor, sin ese calor que desprende la mirada de un ser amado. Esto último va a prevalecer hoy en mis pensamientos; es obvio; acaso también ese dichoso asunto del tiempo, de los años cabalgando premonitorios como los jinetes del Apocalipsis por el segundo plano de la conciencia. Aprender a morir es una tarea importante, quizás la más importante. Mientras tanto, bebe tu sake, leía el otro día, bebe tu sake, vaga como un león, y muere, también como un león, cuando llegue tu hora, sin dejar rastro. Sí, sin dejar rastro; magnífico; vagar por el mundo y la memoria buscando en los ribazos del alba el halo de vida que surge de la tierra como un geiser en la madrugada del desierto de Atacama. Tal como sucedía esta mañana en que la vida parecía un milagro.
Le voy a pedir a mi suegra que me dé hospedaje de tanto en tanto. Dormir hoy en su casa y bajar a la calle temprano, me dio oportunidad de volver a las fuentes. Todos tenemos nuestras fuentes; yo también. Esta mañana me acerqué a ellas y pude vivir como si hubiera nacido un instante antes, como si un ancestro mío, yo mismo, se hubiera bajado de los árboles y hubiera descubierto el mundo en el transcurso de las primeras horas del día.
Dejo la consulta del urólogo, me voy a la calle. Tomaré en consideración aquel consejo: vagaré. Vagaré por ese milagro que es estar vivo.
Saboreo


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios