Un metro más allá, la otra hamaca, vacía, oscilaba levemente. Estaba hecha de cuerdas, una red de bandas rosiblancas con flecos colgando a lo largo de los costados. Su trenzado me recordó cierta situación chusca de la que fui testigo un día de playa en algún lugar de
Las tetas, felinianas del todo, debían de ser sobradamente incómodas para dejarlas ahí, espachurradas entre los junquillos y el peso desconsiderado del corpachón de una alemana de armas tomar, así que ésta, atendiendo a las quejas de sus enormes pechos, había optado por abrir una vía de alivio en los junquillos de plástico introduciendo entre los mismos sus dos enormes tetas desnudas. Era difícil no imaginarse bajo la chaise-longue dando largos lametazos a aquellos pezones oscuros de matrona alemana que casi rozaban en su inmensidad la arena de la playa; rubia, ampulosa, llena de carnes por doquier, similar a las alegres prostitutas con que nos habíamos encontrado un día muy de mañana cuando nos perdimos con nuestros hijos por un divertido barrio de la ciudad de Lübeck, en donde las putas les saludaban festivamente desde las ventanas, depositando la abundancia de sus pechos sobre los alféizares. Las tetas de la alemana eran blancas, robustas, apetecibles, habrían merecido los honores de un buen polvo, que no era difícil de imaginar, en los minutos subsiguientes, como una proeza homérica si hubiera habido la posibilidad de introducirse bajo la alemana a indagar las posibilidades lúdicas de aquel cuerpo descomunal.
Echar un polvo, follar, hacer el amor: hay para elegir. Lo de la alemana habría sido echar un polvo, una cosa sencillita nacida del calor de una exuberancia tropical. Mejor explicarse un poquitín cuando tan fácil es confundir las cosas. El rubor tiene la culpa de todo, a lo que nace de la hipófisis con la fuerza descomunal del desasosiego, de morir entre los muslos de una mujer si llega el caso, hay que inventarle nombres, y apellidos incluso, a fin de poner distancia entre la neta intimidad y la vergüenza de haber sucumbido con todas las fuerzas a la fascinación del encuentro con otro cuerpo. El común de los mortales se comporta como si se avergonzara de la fuerza del deseo, de la intensidad con que toda su persona se apremia hacia el otro. Recordaba una lectura reciente, Henry Roth, el fornicador Roth que pasa la adolescencia y postadolescencia obsesionado por los imperativos del deseo, y, rasando los noventa años, escribe un día: “En este mundo, sólo dos cosas valen la pena: el amor y la sensación de crear algo” Muy probablemente cierto. Ya habla Pániker de la banalidad con que se usa esta palabra, alrededor de la cual fluyen no menos de doscientas sustancias diferentes en nuestro cuerpo. Entre el refinamiento, los amores idílicos y el mundo de Roth, sórdido y de apremiantes y clandestinos imperativos sexuales, hay la distancia de un interesante universo químico y mental. La sexualidad nos desembaraza de la presión que acumula la fuerza de la vida del modo más expeditivo posible. Las hormonas se lían a trancazo limpio con todo lo que pillan alrededor hasta encontrar más allá del deseo un poco de paz.
“Echar un polvo”: imperativos de la programación biológica, encontrar un coño; una connotación no exenta de la paradoja de quien desea poner distancia entre su yo y su erección, convirtiendo la eyaculación en trofeo de caza, aunque ocultando al asustado personaje, uno mismo, que pese a todo es criatura pequeña y desamparada, y por tanto indefensa frente a esa parte del yo que demanda ternura y amor. Eché un polvo... viaje a la lisonja, a la broma, rubor, no saber decir. Eché un polvo, sano, lustroso, hijo de la primavera, hermano del buen comer y del buen dormir: eché un polvo. Probablemente es la mejor acepción, una acepción campechana sin necesidad de trofeos, nacida del humor de la madre naturaleza.
Pero también fornicación imperativa, como esa que nace acaso entre la seriedad de unas argumentaciones que pueden versar sobre, precisamente, el aburrimiento, la cadencia regular de esos periodo que, similares a un paisaje de dunas y horizontes planos -calor y ausencia de vegetación, sólo el rubio oleaje de la arena- dejan el cuerpo apto exclusivamente para el sueño. No obstante, cuerpo tenso dispuesto como agua de tormenta a abalanzarse violentamente sobre
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