La búsqueda de la felicidad


Esta mañana me dediqué a la lectura de El alma está en el cerebro, de Punset. Un intento por comprender qué sucede en nuestro cerebro en puntuales circunstancias, las ganas de explicarme algunos comportamientos; cosas así me llevaron a esta lectura. Solamente alguna aclaración, porque de sobra sé que mi cuerpo sabe cosas que yo nunca conoceré. Nuestro cuerpo funciona con frecuencia con una tal autonomía que uno duda de esa convicción tan corriente de ser uno mismo; porque no siempre nuestras pasiones o nuestros deseos van de la mano de la lógica aplastante que nos sugiere la actividad del cortex, una razón bien estructurada. Uno siente un imprevisto ramalazo de ternura, a otro se le inundan los ojos de lágrimas ante la aparición de una emoción repentina, en algún momento descubrimos que “lo propio”, lo convencional interfieren en la necesaria expresión de esa ración de locura que todos necesitamos poner en práctica. Ni el neocortex ni el sistema límbico pueden darnos razón de ser en la muchas encrucijadas del laberinto en que estamos metidos. Los libros de autoayuda inundan el mercado; indagamos a la búsqueda de conseguir un poco de tranquilidad, una reducción del estrés, un camino que se nos lleve al reino de la felicidad.



No aprecio ese énfasis que se pone comúnmente en la búsqueda de la felicidad; algo muy distinto en todo caso de una natural disposición a querer estar bien dentro de la piel de uno. Probablemente sea verdad eso que dice un personaje de H.G. Wells en La puerta en el muro, que no se pueda encontrar buscando aquello que deseamos conseguir, que no se pueda encontrar la felicidad buscando la felicidad.

Aclararse, indagar en los libros, reflexionar, hacer un rato de meditación zen, permanecer cercano a la naturaleza. Se me ocurre que hay mejores caminos de conocimiento que la búsqueda persistente de una felicidad. Y uno de ellos puede hacerse a partir de la historia personal de cada uno, de su propia memoria; recordar las situaciones y los hechos que nos han producido genuinos momentos de emoción, aprender a reconocer en ellos y en nuestra historia personal lo que es válido para nuestro yo y lo que no lo es tanto. Hacer uso de una experiencia que se hizo significativa, que nos reportó una vivencia notable. Aprender de nosotros mismos, encontrar las constantes en las que nuestro cuerpo y nuestra mente han encontrado lo mejor de sí, e incorporar a la vida todo aquello que nos llenó de plenitud. Saber y conocer, por tanto, en la soledad de nuestra reflexión, a qué o quien nos debemos, hacia dónde debemos dirigir nuestros pasos.

Lo de ayer, un post sobre las acepciones de “echar un polvo”, no le gustaba a una amiga, que decía que prefería otros textos anteriores en donde el sexo venía más de la mano de la ternura y del amor. Es probablemente la acepción más querida y deseada, pero ello no invalida otras posibilidades, ni las múltiples variables del juego de los cuerpos, ni que el deseo adquiera formas y maneras no canónicas. Precisamente el estar abierto a “otra cosa” es lo que hace con frecuencia que nuestra innata curiosidad se vea satisfecha. Un cuerpo nuevo siempre es bonito; un fuego improvisado calienta hasta el alma; un rato de locura alienta partes de nuestro yo que bien merecen el regalo de un rato de fiesta. Variaciones sobre un mismo tema en las que el humor no puede estar ni mucho menos ausente.

Corremos el peligro de perder el contacto con nuestra propia realidad cuando nos empeñamos en reglar las emociones alrededor de un modo de hacer o sentir. La fugacidad de los instantes y la velocidad con la que vivimos juegan en nuestra contra. Por ello nada mejor que estar atento para no perder el paso y forzar la sensibilidad a explorar todos los rincones de nuestra experiencia a la búsqueda de esas pepitas de oro que pueden pasar inadvertidas si no somos pertinaces en la percepción de nuestro propio hacer.

Miro, por ejemplo, los relámpagos culebreando por encima del campo en la noche, recuerdo alguna magnífica tormenta en los Alpes, el Couvercle, al fondo Las Courtes, la Verte, los Grandes Jorasses; hace no mucho fue la Meije, Les Ecrins; el olor a azufre de los pedrusco precipitados por el largo talud de una morrena, una avalancha gigantesca. El trueno, la sombra junto al rincón de la acacia de casa, los olmos, la protección del seto de ligustros, la noche, los recuerdos, el croar cercano, los grillos, las sombras del plátano y el sauce, y el almendro contra la noche grisácea del sur. Retumbar bronco, como venido de bajo el suelo, un trueno lejano, el desvaído alejarse de la tormenta hacia otra parte.

Otras experiencias más. También la cama es una confluencia de complejos mundos. Uno termina por olvidarse de quien es, a quien se debe. El monopolio del instante, la maravillosa capacidad que puede tener éste para crear condiciones aceptables a su alrededor con tal de que nuestra atención sea apremiante y absorbente.


¿A quién nos debemos? ¿al señor de las tormentas y las noches, al de los arroyos y las fantásticas montañas? ¿a un cuerpo de mujer? ¿a la ternura que riega de continuo nuestras emociones y la cercanía de un anhelo? ¿a los años, a la muerte, a la hartura de vivir a veces? ¿a ese maravilloso ser, uno mismo, que se regala con los rododendros en flor, con la calina de la tarde que secciona los perfiles de las montañas en planos yuxtapuestos, mórbidos, azules, en lo desfalleciente de la tarde?

Quizás no haya que buscar ningún tipo de felicidad, quizás lo que corresponda sea vivir, nutrirnos con los aciertos de nuestra propia experiencia, visitar las fuentes de las que se alimenta nuestro ser, asumir cada mañana la conciencia del hecho de existir como un regalo inapreciable.











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