En una ocasión visitó nuestra casa un muchacho marroquí; atardecía entonces. Desde aquel día para aquel joven nuestra casa sería siempre la casa del atardecer bonito; así, igualmente, José, mi antiguo compañero de trabajo en el cole, sería el hombre de la sonrisa bonita.
¿Quien no deseará encontrarse ante sí cada día una sonrisa bonita? ¿Existe acaso algo más agradable que una sonrisa? Uno tiene mucho que aprender en la vida, y hay cosas que no se aprenden fácilmente; necesitan el sosiego y la tranquilidad de ánimo, productos que no son muy abundantes en el mundo que habitamos; frutos que no crecen en nuestros árboles y que deberían adornar no sólo nuestra parcela particular sino los jardines de todas las ciudades que el hombre fue creando desde el Neolítico. De la misma manera que las flores y un bello arbusto contribuyen a nuestro recreo y admiración y a hacernos la vida bella (sí, algo de eso que aparece en la película de Roberto Begnini La vita è bella), una bonita sonrisa puede llegar a ser como un jardín plantado en el erial de un páramo, que no está muchas veces el horno para bollos, aparte de que con frecuencia olvidamos abonar debidamente nuestras buenas disposiciones y andamos como perdidos en un exceso de adustez.
A José era encontrársele por el pasillo del colegio con su sonrisa de hombre tímido y notar por dentro el indefinible placer de esa parte que todos debemos tener y que nos hace candidatos a buenas personas. Si la cara ha de ser el espejo del alma, la sonrisa es sin lugar a dudas la expresión de nuestras mejores bondades; la manifestación de esa parte de nosotros con la que de estar siempre presente podríamos encandilar al más exigente de nuestros detractores. Además, qué leñe, tanto debatirse con esto o lo otro en la vida, tanto callejón sin salida (ignorantes que somos, ya lo decía el Buda), tantos afeites, tantas horas de trabajo (sí, un día de estos cuento aquí cómo hacerse una casa por 250 € y ser la persona más feliz del mundo; la historia de mi hijo Mario, que decidió, con su chica, construirse una cabaña en el monte, en las estribaciones del puerto de Canencia), tanto de aquí y tanto de allá y luego no tenemos ni tiempo ni disposición para apreciar la belleza que nos rodea. No es necesario leer a Cicerón o a Sócrates para descubrir que la belleza es un preciado bien hacia el que debería tender una parte importante de nuestros esfuerzos. Para Francesco Alberoni (La esperanza), es el más preciado bien de todos cuantos nuestra civilización puede crear. Belleza, sí, de calidad diferente si se quiere, pero belleza de la mayor hondura esa de encontrarse uno con un rostro sonriente. Emociones parejas desencadena cierta música entrañable. Así que no hay por qué no poner a una y otra belleza en el mismo cántaro de donde despuntan las emociones.
No siempre tenemos la suerte de consolidar una relación con las personas, que es lo que me sucedió a mí con él, que nos tratábamos, y muy bien por cierto, pero que no tuvimos la oportunidad de esa espontaneidad de relación que desemboca en lo que para Montagne es la quintaesencia de la vida, la amistad (encantado yo también últimamente de leer a Montaigne en quien descubro una sabrosa sabiduría relacionada con el arte de vivir). De todos modos hay grados de cercanía que ni siquiera necesitan de la presencia física; la empatía y el recuerdo amable de un modo de sonreír pueden dejar en uno el perfume, el aroma, una muy grata sensación; lo que no es poco; de esas cosas está hecha la vida... o debería estarlo.
Si agradecidos hemos de estar a los creadores de belleza, a los artistas de todos los tiempos y condición, no con menor razón hemos de estarlo de los hombres y mujeres que tienen la habilidad y el ánimo de alegrarnos la vida con su sonrisa.
Un saludo, José. Con el deseo de que estas líneas alegren también tu ánimo.

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