Escuchando a Vivaldi frente al chisporroteo del fuego, me digo que no debería repetirme sobre esto o lo otro, tantas veces considerando lo conveniente o no de lo que uno hace, siempre con la vida a cuestas de aquí para allá, un interrogante a la vuelta de cada esquina; pero es una tarea difícil; se me ocurre que se trata de esa curiosidad de niño que encuentra su puerta en el muro (D.H.Wells), su jardín, o la maravilla del mar, o la nieve que nunca ha visto antes, y se pasa el rato mirando la cosa con los ojos de plato, admirado, interpelando el significado, el porqué de esos copos de nieve que caen; admirando, indudablemente, la maravilla del momento.
Es una imagen apropiada, tantos años viviendo y sin embargo a veces la vida se parece a ese primer momento de ver el mar o la nieve, y por tanto la admiración permanente, la interrogación constante; una interpelación que con frecuencia es retórica, porque no es que queramos saber sobre la realidad, que frecuentemente ya conocemos, sino que necesitamos expresarla, aunque lo hagamos en forma de pregunta. La nieve cae igualmente, el agua del mar brilla bajo la luna dibujando su largo puñal blanco sobre su superficie líquida, pero nosotros debemos seguir parloteando sobre ello, hablar, prolongando los instantes en la reiteración de su contemplación o su expresión; la mitad de lo que somos es comunicación (Emerson); una necesidad frecuente en donde significante y significado no siempre van del brazo. Estamos hechos de palabras y comunicación y da la impresión de que a menudo el cerebro no teniendo suficiente material elaborado, que pensar es una tarea ardua, hay que reconocerlo, tira para adelante con lo que hay, palabras.
No debería repetirme tanto, es cierto. Pero cómo no volver a decir una y otra vez lo hermosa que estaba la mañana cuando, recién despierto hoy miraba quitarse las legañas al día que comenzaba y entonces empezó a llover y la lluvía resbalaba por el cristal de la ventana de mi dormitorio, y las ramas de los árboles se movían haciendo uuuuuuuuuuhhh como en la noche de Walpurgis; ¿quien puede costearse un pantalón o una camisa para cada día del año? Es de recibo repetirse, y más si de nuestras propias ideas, nuestras creaciones, nuestros leitmotivs se trata. Aunque en realidad más que de repetición de lo que estaría hablando sería de variaciones sobre el mismo tema. Cada cual tiene su universo temático, el obsesivo campo magnético de cuya atracción es tan difícil zafarse.
Perderse entre las palabras para reencontrarse, tras el embate de alguna ola, quizás un tanto aturdidos, en las mismas aguas del instante anterior al suceso, acaso ahora rozando con los pies la arena segura que nos llevará en suave declive hacia
¿Me habré perdido? ¿no podríamos servirnos del lenguaje como quien se sirve de las piezas del ajedrez, de los colores de una paleta de pintor... pura diversión? y repetirse hasta la saciedad en interminables variaciones; también Bach se repite deliciosamente. Las cinco de la tarde, eran las cinco en punto de la tarde, ¡ay, qué terribles cinco de la tarde! La obsesión de una hora, del tiempo que corre, de la muerte, de un anhelo anegando el cerebro como una borrachera. Terminar de cenar, oír a Vivaldi y liarse a teclear sin idea precisa de lo que va a salir de los dedos es un regalo de los hados de
Pero basta, me voy a otras palabras, éstas de Joseph Conrad, la tercera lectura de El corazón de las palabras (perdón, de las tinieblas); uno de tantos maestros de la palabra, hoy acompañadas del fuego de mi chimenea de bosque. Es de madrugada, fuera ululan los lobos, las ramas de los árboles se mueven como brujas en la inquietud de un aquelarre, y yo, con aspecto de niño esperando el cuento de antes de dormir, me acurruco junto al fuego dispuesto a oír las palabras de Marlow. Buenas noches.

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