Reflexiones cobre la vida cotidiana

Tratar de hacer la vida interesante. Hoy sostengo una larga conversación telefónica en torno a este tema. Hacer la vida interesante en el contexto del encuentro con otras personas. El pasado verano, a las pocas semanas de iniciar una amistad, me vi sorprendido por un breve correo en el que lo que se me pedía era mi esfuerzo; en principio no entendí bien lo que me quería decir, pero me fue suficiente echar un vistazo más arriba para comprender; lo que se me pedía era el esfuerzo por mantener despierta la inteligencia, la creatividad, el afán por hacer la vida interesante. A mí mismo y, en correspondencia, a la persona que me escribía. Encontrar alguien interesante con quien compartir conversación y amistad no es tarea fácil. Alguien que logra sorprenderte, que tiene ideas propias, que ha vivido lo suficiente, alguien que puede no ser especialista en nada pero que es capaz de conversar de casi todo, alguien con quien se puede estar bien en silencio, alguien para quien hablar no es reproducir las páginas de un periódico o un libro, alguien que sabe escuchar, alguien que no pierde el tiempo con temas que no lo merecen. Eso era lo que pedía aquella persona; algo para lo que indudablemente hay que prepararse. Hacer la vida interesante, no puede haber una actividad más prioritaria que ésta.

Y entonces me hacen reflexionar algunas “discrepancias” que surgen en nuestra conversación telefónica. Esta persona ha hablado largamente sobre algo que para mí tiene escaso intererés; yo trato de convencerla para cambiar de asunto y entonces se siente molesta y en disposición de cortar cualquier otra posibilidad de diálogo. Sentado como estoy al final de un largo periodo de vida en donde la gracia del tiempo libre me permite pararme continuamente a contemplar mi vida y la de los demás, amén de asomarme a ver lo que pasa someramente en el mundo (lo que tiene de contradictorio y absurdo, lo que no tiene solución -tanto político defenestrado-, los ramalazos de belleza de algún hecho gentil), es frecuente que me encuentre con materiales corrientes de la vida cotidiana que mi disposición convierte en interrogante. Con tantos años encima (suena de nuevo Stan Getz, un montón de discografía que bajé con el Emule; entrañable como en un día no muy lejano de chimenea y largas convercaciones junto al fuego), es necesario además haber pasado por muchas peripecias, de modo que de una manera u otra uno ha tenido tiempo de filtrar la realidad hasta el punto de reducir el interés hacia un pequeño número de contenidos. Algo que inevitablemente sucede a todo el mundo. Uno trata de abrirse a nuevos asuntos, pero el proceso es lento; por cuenta propia la biología, los años y la experiencia hacen una labor inversa sometiendo nuestro interés a una selección cada vez más exhaustiva; los frentes se reducen, pero en contraposición aumenta la calidad, la pasión con que el empeño rodea a esa familia de temas que van constituyendo nuestro universo personal. Una parte importante de la realidad empieza a dejar de interesarme de una manera alarmante, pero lo compensa la calidad con que me asomo a algunos asuntos. Churchill hacia el final de su vida decía que él no necesitaba conocer más, que ya estaba todo visto. Sucede lo mismo con los libros, Leonardo Sciacia decía que él después de los sesenta no volvió a leer libros nuevos, sólo releía. Leo desde hace un año El canon occidental, de Bloom; ante la imposibilidad de leer todos los libros (deben de andar por los ochenta mil los títulos que se publican en España cada año), es necesario elegir, y como no es fácil hacerlo trato de orientarme, y de momento este crítico cumple esa función, obras canónicas de la literatura universal; hace tiempo buscaba en las librerías, miraba y compraba; ahora cada vez que elijo un libro pienso que esa elección supone un enorme montón de otras lecturas que desecho; por ello prefiero pensármelo dos veces, porque un libro lleva mucho tiempo, mucho, leerlo y merece la pena emplear ese tiempo en un placer garantizado, en una enseñanza interesante, en una motivación que te va a llevar a otras cosas, en un diálogo con un autor con quien puedas discrepar o a quien puedes interpelar apasionadamente.
La necesidad de hacer una selección. Trabajé en colegios durante más de treinta años, ¿Cuántas veces pude llegar a oír ese imperativo "quiero que conste en acta" en las reuniones del claustro"? la necesidad de que algún santo varón, alguna instancia superior tenga conocimiento de los hechos para que venga a poner solución a los problemas de este planeta. Los libros de actas no se volvieron a abrir durante décadas, pero allí estaba nuestro imperativo, la recurrencia mesiánica. Las páginas de los libros de actas que se las comen los ratones, como muchas denuncias; ahora voy y le pongo una denuncia al señor Bush, a ese señor del bigotito que "ahora" sabe que en Irak no hay armas nucleares, ahora, después de haber asolado, él y otros, el país con miles y miles de muertos, y que se queda tan fresco el tío (en este mundo uno puede ser un genocida y seguir haciendo el chulo ante los medios), y otras diez denuncias a la Telefónica, que se van a enterar; como si a la Telefónica, esa entidad abstracta que está por encima del bien y del mal, le fueran a hacer cosquillas nuestras denuncias. Cosas, actos que cumplen su función psicológica, permiten que el sujeto en cuestión se desfogue, que igual podía desfogarse pegando una patada a un bote, dando un portazo, arremetiendo lanza en ristre contra un rebaño de borregos o liándose a palos contra los molinos de viento de Campo de Criptana. Mi conciencia de pérdida de tiempo de tantos años por los que uno andaba perdido me hace a veces enrojecer.
Como somos muchos y hay intereses para todos los gustos es importante ponernos de acuerdo y saber qué quiere cada uno; y de la misma manera que hay libros interesantes y otros que no lo son tanto (o que nos lo parecen a nosotros), igual la conveniencia de saber qué quiere cada uno cuando tratamos de relacionarnos con alguien, que no es bueno que suceda como en aquella historia de la sopa en la que una pareja de novios va a casa de los futuros suegros a comer por primera vez; ante el primer plato, que es sopa, el novio hace el elogio de cortesía, la sopa está muy buena. Como consecuencia, ella, su futura esposa le pondrá sopa diariamente durante cuarenta años, hasta que él, el día primero de su jubilación, le confiese que en realidad él ha odiado siempre la sopa. Si hemos de compartir conversación y compañía que ésta sea apasionante.
Hasta Ovidio en su El arte de amar no deja de hacer la necesaria recomendación cuando ilustra a los futuros amantes en la conveniencia de cultivar otras artes anejas a aquellas del amor, tales como la de saber mantener una conversación interesante... que no sólo de pan vive el hombre. Como siempre aquella maravillosa virtud de equilibrio y de saber compartir nuestras virtudes con las virtudes de los otros, procurando dejar un amplio espacio a eso que Emerson decía que era lo mejor de la vida, una buena conversación.