Entre la locura y la mediocridad





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Esta noche, cuando todo esté en silencio y el fuego arda en la chimenea, me dedicaré a ver Aguirre, la cólera de Dios. Un personaje con el que trabajo en un largo monólogo está expectante porque no logra creerse la posibilidad de que la locura (Kurtz, Aguirre, Fitzcarraldo) sea compatible con los personajes de a pie que ella diseña, aunque estos se planteen problemas de hondura vital -la muerte, el tiempo que pasa, las pasiones todas por poner en pie y realizar-, no logra ver lo que tenemos de épicos, esa grandiosidad que revisten los héroes y heroínas de las creaciones literarias. El tema de la locura como posibilidad visionaria de una cierta plenitud de vida parece ajeno a nuestra vida cotidiana porque quizás no creemos que cualquiera de nosotros podamos vivir esa plenitud; por eso buscamos a algún loco para vivirla, y necesitamos un entorno exótico, difícil, misterioso, a la medida de esa locura para expresar lo primigenio de nosotros que nuestra vida corriente, me atrevería a decir también, mediocre, no nos permite expresar. De ahí la dificultad de mi personaje monologante que se pregunta constantemente sobre cómo trascender, cómo salvar ese escalón que va de la vida corriente y la mediocridad a la locura, a la ascesis, la fe que hace que uno se vuelva como los dioses, crea en sí mismo y entonces sea capaz de izar el barco hasta el collado de la montaña. El lugar donde habremos trascendido la puerta invisible que nos impedía el paso, donde seremos como los héroes, poderosos, sublimes, hermosos; la naturaleza nos ha ofrecido su ayuda y podremos cabalgar entonces sobre las aguas y los bosques, Cristo sobre el Tiberiades, Kurtz dominando las fuerzas salvajes de la selva, Aguirre arrastrando su obsesión a través de los tortuosos e infectos senderos fluviales que la locura habrá transformado en reto posible, o Klaus Kinski llorando la encarnación de su propio personaje asimilado después de meses de rodaje como un segundo yo del que jamás podrá separarse ya en vida.

Y de ahí la necesidad de creer en la locura, de lo que es posible más allá de la fuerza gravitatoria que encierra una vida pedestre a la que la búsqueda de un exceso de seguridad lastra e impide la ventura de los encuentros de la selva, puesta ahí, al alcance de la mano, para retar nuestra creatividad, despabilar la voluntad y despertar la capacidad para medir nuestras fuerzas y gozar del ejercicio de nuestro esfuerzo. El problema, desde el punto de vista narrativo, es cómo hacer creíble a ese personaje, qué ponerle ante las manos, qué hechos inventar para que nuestro héroe, salido de la corriente vida de un ciudadano de a pie, sea capaz de trascenderse a sí mismo y convertirse en una especie de Aquiles o en un Eneas en cuyo periplo siga siendo posible encontrarse a Dido o acaso la posibilidad de recalar junto a las sirenas de Odiseo sin sucumbir a la destrucción. Porque vivir sin que la vida venga a estar salpimentada con pequeñas dosis de delirio es tan triste como “tenerlo todo” (sí, que el Señor en su infinita misericordia nos ampare y nos libre del castigo de tenerlo todo). Dichosos los pioneros y los que sufren las dificultades y el trabajo de llegar a una cumbre o a una meta (sí, que el Señor nos libre también de la necesidad de tener durante el invierno el trasero en la permanente cercanía de un radiador).


Ya se ve, apología, en fin, por recuperar la credibilidad en nosotros; el derecho y el deber que tenemos que hacer uso de la dosis de locura que nos fue asignada en el reparto del principio del mundo. Sin embargo el problema sigue sin solución, aunque alguno por circunstancias ajenas a su voluntad se haya encontrado con la fuente de la emoción entre las manos, como fue el caso de Klaus Kinski cuando le cupo interpretar el papel de Aguirre bajo la dirección de Werner Herzog, lo que supuso vivir en la selva algunos meses de plena y auténtica cercanía a su personaje; hálitos de locura que se desprendían de la vida en la selva navegando sobre una precaria balsa que reproducía en parecidas condiciones la gesta del propio Aguirre en 1559. Sin solución, porque aunque no se trate de emprender una gran aventura es triste verse confinado en eso que llaman la odisea del hombre moderno, por mucho que Joyce alentara desde su Ulises la transposición del héroe homérico al hombre corriente de hoy, odisea cuya energía se centra en gran parte en conseguir los recursos necesarios para satisfacer necesidades que sobrepasan con mucho aquellas con las que el individuo podría vivir en santa paz, eso sí, disponiendo en este caso del tiempo necesario para poder pensar en administrar “su propia odisea” . El asunto es pues tratar de salir de ese confinamiento y poder visitar la selva. Ya se sabe, hay selva para todos los colores, para Anaïs Nin la selva podía estar alrededor de una mesa camilla, otros necesitan verdaderamente atravesar algún desierto o internarse meses en la jungla.

La experiencia sigue en pie, mi personaje continuará por una temporada explorando las posibilidades narrativas de ese otro personaje al que quisiera adentrar en el subcontinente americano en busca de los rastros de locura que son necesarios poner en acción cuando uno va descubriendo que la fiesta de la vida no va a durar toda la noche de los tiempos y que nos tenemos que morir un día de estos.

Que nos muramos, vale, pero sobre todo que nos muramos contentos, locos de contentos. Porque si no, menuda gracia; porque si, además de morirte te mueres con la conciencia de haber derrochado tus talentos o tus dosis de locura, de haber perdido soberanamente el tiempo con cuatro paparruchas... pues menuda gracia, ¿no?.



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Material relacionado: Fitzcarraldo y Aguirre, la cólera de Dios, de Werner Herzog; El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.



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