El otro como posibilidad. Anoche, mientras veía frente a la chimenea aquella secuencia de la película Amanece que no es poco, de José Lu is Cuerda, en la que Antonio Resines , ingeniero licenciado en Oklahoma, Estados Unidos, sube conduciendo la vespa en cuyo sidecar el padre le vocea que pare inmediatamente que tiene algo importante que decirle y que obliga al hijo a un frenazo de mil demonios y, en la que cuando el sidecar todavía está vibrando por efecto del frenazo, el padre se anuncia con un te quiero; mientras se desarrollaba esa escena, decía, apareció un cartelito sobre la pantalla que anunciaba la entrada de un correo electrónico.
Después de que la moto se pusiera en marcha y ya en el pueblo se encontraran con el negro que les pone al tanto de que todo el vecindario está en misa, y de que nos enteramos de sus facultades, las del negro, claro, para hacer el favor desinteresado a los maridos poco agraciados en las tareas de un coito satisfactorio para sus respectivas; pues entonces, decía, me entró la curiosidad y me decidí a poner en pausa el dispositivo del Winamp para investigar aquel correo entrante cuya remitente me era desconocida: “Lola te ha enviado un vínculo relacionado con la última entrada de tu blog: Reflexiones sobre la vida cotidiana” y Lola añadía más abajo: “Me siento identificada con lo que has escrito... Valoro mucho poder mantener una conversación interesante con alguien.. Y no es nada fácil..”. Y tanto que no es fácil. Pero antes tenía que seguir viendo la peli que me había grabado mi osita y que había sustituido a última hora a las deliciosas escenas de Long pant en las que Harry Langdon se encierra en su buhardilla para sumirse en la lectura y aparecer poco después emborrachado con el ensueño de un flechazo en perspectiva: el otro como posibilidad. Digresiones en todo caso para el día siguiente, que no era cosa de dejar la película a medias.


Y se me antoja, volviendo otra vez al correo de anoche, que tenemos en gran estima muchos valores y que sin embargo es altamente difícil ponerlos en práctica; Lola se refería al hecho de mantener una grata conversación, pero podríamos hablar de un amplio abanico de posibilidades que por uno u otro motivo no explotamos. Todas aquellas que suponen la celebración del encuentro de dos personas. La vida pasa y son tan a veces descomunales las circunstancias que no hay manera de pasárselo uno medianamente bien a no ser que decida armarse de valor y, como Jabato o Capitán Trueno, se eche a la calle a combatir los imponderables; en mi caso una timidez que todavía da sus últimos coletazos, algo que no es demasiado malo, por cierto, y tendría que recordar aquella anécdota de Juan Rulfo que cuenta García Márquez, que estando en un acto público para recibir determinado premio cuando nombraron a Rulfo no se le encontraba, que se había metido bajo la butaca, que su timidez era de padre y señor mío; en otros casos la dificultad propia de esa magna deidad, doña Circunstancia; y, por supuesto, cómo no, la dificultad de encontrar nuestros interlocutores, porque seguro que entre esos seis mil millones de personas que polulan por el planeta alguien, alguien digo yo, tendrá que haber con quien pegar adecuadamente la hebra; alguienes debe de haber con quien pasar un rato agradable, tener una aventura, cruzar la selva o compartir un buen libro. Y sin embargo, qué difícil; tiene razón, Lola, qué difícil. Yo tengo con frecuencia la impresión de que mucha parte del personal anda como viajero solitario atravesando su desierto particular siempre con alguna parte del trasfondo de su conciencia ocupado en la posibilidad de un encuentro con otro, con otra; siempre. Hace unos años caminé durante dos meses solo, atravesando los Alpes entre Niza y Eslovenia; una espléndida soledad que amo experimentar con frecuencia. Pues bien, no faltaron montones de ocasiones en que mi solemne aislamiento no quisiera deshacerse en un abrazo, un polvo, una grata conversación; lo del polvo no hubo manera, que los preservativos durmieron en el fondo del macuto sin solución de continuidad durante sesenta días y sesenta noches; y tendría que recordar tras tantos días de caminar, ocho, diez horas al día, un agradable encuentro subiendo hacia un refugio anclado en la cercanía de una cumbre de las Dolomitas; unas pocas palabras, un saludo afectuoso de mutuo reconocimiento, pero Dios, la timidez, qué mala compañía, llegamos al refugio, ella se demoró sobre una piedra y yo entré a comer en el refugio; cuando salía del restaurante corriendo, repuesto de fuerzas, dispuesto a pegar la hebra con aquella caminante solitaria de agraciada simpatía, plas, nada,
miradas por aquí, miradas por allá, nada, la tía se había largado ya. Y cómo soñé yo desde mi soledad, entonces, en lo bonito que habría sido caminar con aquella italiana de parecidos gustos andarines a los míos durante un par de días. Amigables encuentros hubo pero muy pocos, tan solo al final me pude despachar a gusto con una pareja de Italianos, y todo porque él me había confundido, barbudo y desaseado de tanto caminar, con un eremita ambulante, lo que desencadenó una apasionante chiacherata, que dicen allí, que duró medio día y en donde no falto teología, filosofía de la vida y arte de amar que no recorriéramos en apasionante conversación durante horas: el placer de conversar, la suerte de encontrar en el momento preciso unos contertulios dispuestos a pasárselo bien; guardo un grato de aquellos amigos, Angelo y Pierina se llamaban.

Todo otro con quien nos cruzamos es una posibilidad de conexión, pero estamos tan revueltos unos con otros, tan distantes, que no es fácil encontrar los interlocutores válidos, los contertulios afines, o simplemente la compañía que nos haga más grata alguna parte de las muchas facetas de la existencia. Tan centrados estamos en algunas paparruchas en las que se nos va la vida, que olvidamos con no poca frecuencia la necesidad de seguir buscando entre el anonimato de la calle a nuestros similares a los que sin conocerlos nos une algo que podamos compartir con entusiasmo. ¿Donde? no sé, sí sé que hay que seguir buscando, en la virtualidad, en la calle, donde se tercie; yo me prometo ya mismo, que la próxima vez que me eche a caminar por los Alpes será diferente, me disfrazaré de príncipe azul, de Sócrates, de lo que sea con tal de poder compaginar mis aficiones de solitario con aquella otra faceta amante y contertulio. Quizás recurra también a las soluciones de nuestros ancestros y ponga una vela a la virgen :) para que me ayude en el arduo camino de los encuentros y me mantenga discretamente alejado de las vicisitudes de los grandes “problemas” de este mundo de locos en donde la cremallera de un vestido de Penélope Cruz ocupa la quita parte de la portada del periódico de mayor venta del país.

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