Acabo de terminar de escribir mi última novela, Invierno, el tercer tomo del ciclo estacional con que me propuse ocupar mi primer año de excedencia. En ella resolví lo mejor que pude el problema que la influencia de la realidad cercana tiene sobre mi escritura. Descubrir los débitos que la escritura tiene con la realidad o con la experiencia personal de quien escribe es un juego posible en el que tan fácil es equivocarse como todo lo contrario. Regalas una novela, te leen y el amigo o amiga de turno ya cree tener a mano algunas claves interesantes de la vida de uno. No, no es así, y sin embargo la experiencia merece la pena; si la cosa literariamente vale el fin justifica los medios siempre que no haya ningún descalabro en el camino por su causa; en definitiva, dar un poco de sentido lúdico a los días no viene nada mal; no faltan ejemplos en la literatura en donde la mezcla de la realidad y la ficción dan como resultado un producto digno de leer.

Si la realidad fuera un frondoso pino, la escritura podría ser esa resina que, tras haber hecho una larga incisión en la madera del tronco, cae gota a gota, viscosa, llenando con su tesoro dorado la maceta de barro; de vez en cuando la maceta se llena y se completa con ello la escritura de un libro, un relato. Y sin necesidad de que escribir sea tanto como eso que afirmaba Bataille, escribir para no volverse loco, reconocerlo como un hecho significativo, catársico, estimulante para el sujeto que lo ejerce. Si la obra se lee o no, o si tiene o no repercusiones más allá de uno mismo, debe ser un hecho a tener en cuenta, pero ello ya es un asunto de segundo orden. Existimos creando, o más exactamente, es estimulante existir creando algo; o mejor aún, nuestra conciencia de existir con cierta plenitud es más notoria cuando nuestras manos y nuestra inteligencia son capaces de hacer algo digno de ser visto con gusto, admirado, escuchado. Anoche, a las dos de la mañana, terminando de diseñar la portada de mi novela (todo se hace en casa), me sentí bastante satisfecho; miré aquello con placer durante un buen rato antes de irme a la cama. Sentimientos similares han pasado por mí durante este mes y medio que ha durado la elaboración de este último trabajo, un largo monólogo sin ningún tipo de puntuación, un párrafo de principio a final.

En Más extraño que la ficción, Karen Eiffel, representada por Emma Thompson, escribe su última novela en la que, como las anteriores, el protagonista debe morir. Éste, que descubre a la postre que su vida depende de la escritura de la novelista que está escribiendo su vida, termina por ponerse en acción para interferir en la decisión de la autora de matarle; lo que consigue frente a la opinión en contra de la crítica, representada por Dustin Hoffman. En este caso, la concesión que hace a la vida la autora, sirve de alivio tanto al protagonista como al espectador que a estas alturas ha empezado a tomarle simpatía a un personaje que se pasa la película descubriendo en la vida un paraíso que hasta días atrás era sólo un recurrente encadenamiento de obligaciones laborales.
La literatura y el cine están llenos de ejemplos de personajes soliviantados contra su autor. En todo caso una dialéctica posible, una manera más de dialogar e interpretar la realidad, aunque esa realidad sea la realidad de los otros, a la que no siempre
nuestra percepción alcanza del todo obligándonos a escribir desde la parcialidad de una interpretación posible. En el caso de Harold Crick, en el papel de inspector de hacienda, en Más extraño que la ficción, el personaje trata de modificar la acción, el modo en como el autor da forma a su protagonista; mientras que en mi caso, de momento, soy yo sólo quien está en acción; analizo una parte de la realidad de mi personaje, extrapolo, hablo con él, le quito la esperanza, lo suicido. Mi escritura en este punto trata de ser un diálogo del autor con su personaje, una provocación, la búsqueda de una síntesis. También yo debería esperar la reacción de mi personaje y con ello dar lugar, acaso a una realidad diferente, acaso a un nuevo relato.

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