Una historia de amor. Yo también me enamoré de una cabra, no precisamente de la misma que José María Pou en la obra de Edward Albee, pero una parecida; estaba profundamente enamorado. Hasta ahora no lo había manifestado en público debido al natural rubor que tales amores podían despertar, amén de las inconveniencias que podrían acarrearme entre mis amistades y conocidos; pero ahora que me entero de que gente tan respetable sufre del mal de amores de este tipo y los hace públicos frente a un numeroso aforo, pues me vino la gana de hablar de ello. El caso es que esta mañana andaba un poco deprimido en la cama, precisamente porque los amores con mi cabra se han ido definitivamente al carajo, y no encontraba la manera de levantarme, que el cuerpo me pesaba enormidad, cuando se me ocurrió que quizás si contaba algo de esta historia por escrito acaso me liberaba del muermo al que a punto estaba por sucumbir. Y en ello estoy, una especie de terapia, a probar si entre el aire de la mañana, tan violento, y el cuento de mis amores el sistema nervioso se me relaja un poco.
Contaré la historia. Un día de primavera, paseaba por los pinares de Gudillos tratando de alcanzar el camino que sube a la Peñota, el día era soleado, yo mediosalía entonces de una de esas crisis matrimo
niales que se cruzan en la vida de todas las parejas, cuando allá, al fondo del claro de bosque que atravesaba me tropecé con la mirada de una cabritilla que me observaba tímida con sus grandes ojos morenos desde el otro lado de unas jaras. Estaba triste entonces, y paseaba mi soledad y mi nostalgia por los montes a modo de quien busca un refugio para sus penas. Pronto me di cuenta de que no podía quitar la vista de los ojos de la cabra, que hablaban, sí, hablaban de la misma manera que los míos; hablaban de soledad, de deseo de ternura; ella estaba tan sola como yo.

No pude dejar de pensar en otra cosa durante toda la semana siguiente que en salir disparado de Madrid para coger el tren que me dejaría junto a mi cabra querida; sí, porque nuestro amor fue fulminante, yo amé en seguida su pelaje blanquinegro, su ociquillo, esos ojos saltones que me miraban con tanta desmesura, la aterciopelada longitud de su lomo. No lo creerán pero aquella misma semana le escribí una docena de sonetos, nada que no fuera ella podía ocupar mis pensamientos. Dos o tres semanas después consumamos nuestra unión. Bajaba en Gudillos; ella me solía esperar en los pastos altos que suben a la Peñota. Aquel día remontamos hacia el collado de Marichiva camino de la Fuenfría. No , mi cabra no hablaba, siempre fue muy silenciosa. Y después, por la pradera de Navalusilla subimos por la ribera de un riachuelo hacia Cotos y la laguna de Peñalara. Era una tarde preciosa, en las cumbres todavía quedaban restos de nieve. Allí, sobre un montículo, no en el montículo, no, sino sobre el montículo, con la maravillosa vista de Cabezas de Hierro al fondo, me desvestí, y mi cabra y yo hicimos el amor sobre un prado resguardado del viento. El sol acariciaba nuestros cuerpos desnudos. Nunca había sentido nada igual, extrema dulzura, amor, ternura. Los dos nos hicimos un poco cabras, tanto nos aficionamos a las alturas que en ocasiones pasaba a recogerla en las cercanías de San Rafael en mi coche y nos marchábamos a la sierra de Gredos. Nos gustaba hacerlo en las cumbres, en lo alto de los Galayos, por ejemplo, o en la cumbre de la Galana, aunque para llegar allí tuve que atar a mi cabra con mi cuerda de escalar, que sus pezuñas resbalaban condenadamente en el granito y no era ella como las cabras de esos lares, tan habituadas a escalar aquellos riscos.

¿Y saben qué pasó entonces? Pues que desde que ella estaba encerrada día y noche en el corral, le dio por tener celos y esto sí que era ya el cuento de nunca acabar. Y es que de vez en cuando estaba tan solo, yo, allá, en los prados, esperando verla desde lejos sin que el cabrero me descubriera, que en algún momento, principalmente en las largas horas de la siesta, cuando todos andamos abobolinaos sin saber que hacer, yo me lo hacía con alguna que otra cabra que encontraba en mi camino, que tratándose de cabras no hay pegas que poner, que a mí las cabras siempre me gustaron; lo que a mi entender, que uno es liberal, no faltaba más, no debiera haber preocupado a la mía a la que tanto amo. Sin embargo las cosas no caminaron en ese sentido, y mi cabra ha ido cada vez a peor complicándose la vida y complicándomela a mí. Hemos llorado uno en las patas del otro muchas veces; ella me dice amor mío cuando estamos juntos, me arrima el lomo, entorna sus ojos saltones y me pide perdón, me dice que ya no va a ser celosa; yo le digo te quiero y amor mío y hacemos largamente el amor, siempre con el oído avizor para que los pasos del pastor no nos sorprendan en nuestro rincón del corral. Pero no pasan unos pocos días y ya la está armando otra vez. Total, que pese a lo tanto que nos queremos he decidido que esto se acaba, que es imposible tener amores con una cabra encerrada en medio del monte.
Y así estábamos, despedidos ya, cuando me entero que los avances tecnológicos han hecho su aparición en el aprisco de Gudillos, que hasta wifi han instalado, y entonces me han empezado a llegar mensajes, en los que mi cabra me pone continuamente de vuelta y media.
Una triste historia en cualquier caso. Ayer, durante la representación de La cabra, en el Bellas Artes, oí reír incomprensiblemente a los espectadores. Ni yo, ni probablemente el protagonista, entendíamos por qué reía tanto la gente; tratándose de una tragedia desoladora todos tendríamos que haber llorado desconsoladamente. Pero así está el mundo, mientras unos lloran las tragedias de la existencia, otros tratan de convertir todo en comedia... que se lo digan a los del PP si no.
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