Sólo me interesa el amor, dice Orlando, en la película que acabo de terminar de ver; el Orlando de Virginia Woolf llevado al cine.
Mi privilegiada posición de contemplador —tiempo disponible, ánimo divagador e interpelativo— convierte el mundo en un escenario en donde unas veces miro lo que sucede —simplemente— y otras me dejo arrastrar por las pasiones y por los cantos que la escena me depara; todo ello suscita también la propia contemplación como elemento escénico; todo puede suceder más allá del proscenio. También yo soy ahora parte del conjunto del escenario, actores, escenografía, pasiones, amor, el decurso de los
acontecimientos, la obsesión melancólica del hecho amoroso. Cuando miro una película junto al fuego de la chimenea —todavía, mientras el invierno no termine del todo—, yo soy Orlando, o el amante de la cabra (esa bella historia de amor Edward Albee), o... pero también soy mi propio hijo empeñado en vivir como en el paleolítico en una cabaña arriba en el monte, y soy mi propia madre, o acaso mi padre ciego; o incluso mi propia amante en quien me encarno. Cuando la vista se posa durante un largo tiempo sobre las crines de las llamas —crepitar, ondulación, armonía, jardín mullido en donde se atemperan las emociones— todo es posible. Las llamas son un antídoto contra la soberbia del “progreso”, me remiten al hombre primitivo, a los fundamentos del ser, al hecho simple de vivir.

Uno no tiene constancia del compañero amigo, ese músculo, el corazón, hasta que el cardiólogo no le diagnostica una hipertrofia; ahora, cuando apoyo mi cabeza en mis manos, las yemas de mis dedos buscan el bombeo sanguíneo de mis arterias junto a mis oídos, y sé que mi corazón está ahí, haciendo su trabajo, po po po po po... día y noche. Y yo me siento feliz oyendo a mi corazón. Y cuando me doy una carrera porque pierdo el tren de cercanías y minutos después me acomodo en mi asiento y el vagón empieza a traquetear, yo escucho atentamente el inesperado desasosiego de mi corazón. Venga, chico, tranquilo, le digo amigablemente...

Así que además de ser los personajes de los libros, de las películas, o de las obras de teatro que veo, también soy mi corazón. Y si me refiero a mis ojos, pues con mucha más razón todavía. También soy mis ojos, que tanto me lloran últimamente, porque no les gusta la pantalla del ordenador, o porque se han vuelto delicados con el exceso de luz. Tampoco antes yo sabía nada de eso de la tensión sanguínea... hasta que me voy al oftalmólogo y me dice que una hipertensión puede producir una atrofia del nervio óptico; vamos, que te puedes quedar ciego de la noche a la mañana. Y entonces me altero y enciendo el ordenador y me pongo al día, y yo que antes no tenía ni idea de que mis ojos necesitaban alimentarse a través de las ramificaciones arteriales —las arterias: tan finas, tan mínimas, tan frágiles, tan vitales para que yo pueda admirar con mis ojos el mundo y toda la belleza que los hombres han creado con sus manos—, ahora cierro los ojos y observo su trabajo; soy yo, una parte de mí, tanto como mi nariz o mi rostro, o la tripita esa que se me empieza a poner de buda feliz. Y yo sin haberme enterado hasta ahora.

Y entonces miro las llamas en la chimenea recién terminada de ver la película de la noche: Orlando, y me admiro de mis tantos descubrimientos últimos. Esa sorprendente sensación de reencontrarse con uno mismo, alguien al que conoces desde hace más de cincuenta años pero con el que sólo te tratas rudimentariamente, y eso cuando algún órgano se queja, que mientras tanto ni flores. Y así las cosas, va Virginia Woolf y pone en la boca de su andrógino protagonista eso de sólo me interesa el amor; es decir sólo me interesa algo en lo que está implicado todo, absolutamente todo mi ser (eso parece ser el amor): el músculo ese de la sangre, po po po po, la tensión arterial, los ojos, el riñón, el cerebro, el alma, las emociones, todo; y es que sucede que cuando leo o soy espectador de un espectáculo es precisamente la sabiduría de mi cuerpo, que yo tanto admiro, la que a palos con la razón —tantas veces— viene a darme de estacazos para que me ponga de una vez por todas las pilas. Porque es el caso que uno —e imagino que casi todo quisque—, pretende darle lecciones al corazón a cada momento —el neocórtex, muy lúcido él, muy razonador, no deja ni un minuto de aleccionarnos y decirnos lo que tenemos o no que hacer—, y sin embargo, necesariamente termina por llegar el momento ese, precisamente ese, en que tarde o temprano todos los argumentos de la razón terminan por desplomarse frente a las arremetidas de esa sabiduría escondida de nuestro cuerpo que pide desde el interior de nuestros órganos —el corazón, los ojos, los oídos, la memoria, el sistema nervioso al completo— una cálida aproximación a aquello que nos interesa primordialmente.
Y para eso debe servir ver cine y leer muchos libros, para encontrar precisamente en ellos los rastros de nuestro yo que hay en cualquier historia escrita o filmada, para reencontrar en los otros el modo en que las emociones y las pasiones circulan por los cuerpos y las almas ajenas. Para reencontrarnos con nosotros mismos y con nuestras escondidas pasiones.

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