Pedir más dones a la naturaleza de los que uno ha recibido quizás sea como pedir peras al olmo, pero de la misma manera que pedimos al dios de la lluvia la gracia de su generosidad y le montamos procesiones en los largos tiempos de sequía, debería ser posible acceder a la gracia de una inteligencia mayor, una atención no deteriorada, una perspicacia en la percepción de los asuntos. Desde que vine de Teruel huyendo de la nieve y de un frío repentino que hacía desagradable mi caminar por la Tierra, apenas he dado un paso más allá de lo que dista entre la cama y la cómoda silla desde la que me asomo al miradero del campo, que llano y algo ondulante se extiende frente a mi cabaña hasta tropezar con la silueta de la Peña de Cenicientos y la cordal de la sierra del Valle que asciende hasta la misma cumbre del Almanzor; desde entonces empiezo a tener la sensación de que a mi cuerpo le falta el aire, que mis piernas se anquilosan, que cuando vuelva a caminar no voy a ser capaz de andar esas siete u ocho horas diarias que son mi pan de cada día cuando decido elegir una parte del mundo para estirar las piernas y convertir mi tiempo en horas de meditación y ensueño.
A mi inteligencia y mi atención les debe de suceder algo muy similar. Hoy, oyendo llover desde el fondo de mis ojos cerrados, mientras rehabilitaba mi rótula levantando con la pierna la consabida botella de coca cola de litro y medio atada a una madreña, echaba de menos unos pocos gramos más de entendimiento para mi magín. Y la pregunta, madreña arriba madreña abajo mientras tanto, era qué parte del estado del intelecto y de mis piernas correspondían a su naturaleza propia, a los talentos que recibimos en herencia, y que otra al ejercicio a que los someto, intelecto y piernas a
Con los libros no me sucede lo mismo, soy más rezongón; si encuentro ardua la primera cuesta a lo mejor me arremango y me encaramo de pies y manos a la ladera de algunas proposiciones oscuras, pero si la cosa sigue así por mucho tiempo y no tropiezo con el alivio, el placer de la comprensión clara a menudo, termino por abandonar o seguir leyendo por encima para hacerme la ilusión de que lo he leído; acaso con la esperanza de poder pensar que algo quedará en el barullo de las propuestas y los argumentos. Eres un zopenco, me digo entonces, pero no por eso me dura la perseverancia de intentar comprender lo que me resulta duro en exceso. Otras veces la cosa es más variada, como esa travesía de la Península a pie en que estoy empeñado ahora, en donde las montañas se alternan con los llanos, o dentro de unos días por un largo culebrear por los meandros del río Tajo, gente que escribe más adaptado a mi nivel como los filósofos
Y es que uno se siente un pobre diablo (apareció no hace mucho en mi correspondencia con mi amiga Marisa este modo de nombrar la realidad y ahora se me escapa de vez en cuando; me gusta), uno se siente un pobre diablo cuando se tropieza con la enorme fuerza de la penetración estética e intelectual en sus lecturas; últimamente fueron dos mujeres, Emily Dickinson y George Eliot. En el preludio de Middlemarch, la autora habla de Santa Teresa, afirmando que “muchas Teresas nacidas después no han podido encontrar una vida épica que les ofreciera un constante despliegue con tan amplias resonancias”. Lo que apunta a un par de ideas sencillas, una, de cara a los resultados no son sólo nuestras capacidades lo que importan sino el reto a que son sometidas éstas obligándolas a ponerse de puntillas para comprobar que una vez superados los primeros repechos uno puede seguir subiendo sin descanso haciendo cada vez más penetrante la mirada sobre la realidad, más poderosa su proyección estética; y dos, la obvia influencia del medio en donde hemos nacido y crecido, George Eliot lo expresa así hacia el final de su novela: “No existe criatura cuyo ser interior sea tan fuerte que no esté determinado en gran parte por lo que encuentra en el exterior”
Así que, sentado uno junto a una vida que excede ya en casi un década el medio siglo de existencia, comprobando cómo la memoria, mal usada durante mucho tiempo, pachona y repantigada en su pereza con cierta frecuencia; cómo la inteligencia, no mucha, se mesa los cabellos buscando cómo diantre llegar a comprender las cosas que a uno le suceden o en qué consiste la vida de los otros y el mundo en general; comprobando cuánta gente sabia hubo y hay en el mundo, y viéndose tan poquita cosa y tan torpe; a uno, a quien no se le deberían caer los anillos por tales evidencias, sí le entra una cierta nostalgia relacionada con el chirimiri matinal y piensa que hace ya muchísimos años que no añora comprarse un coche o una casa en la sierra o en la playa, o comer en lujosos restaurantes, o comprarse el último noséqué, pero que no le importaría ser un poquitín más avispado, más creativo y atento; adivina que si hay algo en que merece la pena empeñarse en esta dichosa vida después de el amor, éste empeño debe de encontrarse francamente relacionado con el ejercicio de estas facultades relacionadas con la inteligencia y la posibilidad de crear algo.
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