Esperando a los Reyes Magos

Cuando doy un vistazo a los materiales que han ido buscando refugio en los blogs del último año, con frecuencia me encuentro con afirmaciones que hoy me sorprenden, o que me parecen apresuradas, o incluso baladíes. Esta noche, mientras escuchaba a Kiri Te Kanawa sobre un fondo de lluvia junto a las llamas de la chimenea, trataba de medirle la estatura a alguna de esas convicciones con las que uno vive como si fueran dogmas de fe. La historia del pensamiento se construyó con la aportación continuada de certezas que fueron alumbrando poco a poco en hombres en su relación con el mundo o consigo mismos. La necesidad de una certeza puede tener la misma razón de ser que un buen cobijo, una cueva, una casa; nos protege de la intemperie, nos da seguridad. Cómo es imposible dejar de pensar y preguntarse por unas pocas cosas fundamentales que atañen a nuestra vida y al mundo que nos rodea, y cómo en consecuencia es fácil que algún tipo de inquietud venga a llamar a nuestra puerta cuando no somos capaces de encontrar una explicación adecuada que nos deje satisfechos; y por tanto cuán ventajoso puede ser tener una buena colección de verdades de las que echar mano en cada momento. Si tienes muchas verdades y eres muy crédulo eres una persona feliz, no necesitas pensar mucho, la vida irá sobre rieles, dirá el cínico.



Mirado desde un punto de vista económico esto es de lo más eficaz. Un cúmulo de certezas alumbradas por un puñado de hombres a lo largo de milenios contribuye a fomentar el hábito general de creer tan firmemente en lo que pensamos que olvidamos que nuestras creencias pueden ser no más que una manera más de interpretar lo que tenemos delante de los ojos. El conocimiento de la realidad es escurridizo; quizás lo que percibimos de ella dependa del color del día, de lo apaciguada que esté tu inquietud, del color de tus ojos, de tu apetito, es decir del tiempo que hace que no comiste aquel conejo al ajillo tan rico, de si llueve o nieva.


Hace días, el escritor libanés, Elias Khoury, venía a decir en una entrevista, que la realidad no es una sino múltiple, la realidad es heterogénea, multiforme; es difícil aprehenderla de un vistazo, desde un solo ángulo. Cuando tratamos de atrapar la realidad, afirmaba el escritor, o lo que pensamos que es la realidad, tenemos que contar con la existencia de una multiplicidad de versiones que tratan de dar cuenta de los hechos. Como escritor, no trato de llegar al nivel mismo de los hechos, sino que doy cuenta de las distintas maneras de ver una misma cosa.


De hecho estas palabras me reconcilian conmigo mismo a la hora de encontrarme con las numerosas incoherencias con que me tropiezo hojeando mi propia escritura. La realidad cambia según la miremos en uno u otro momento del día; la catedral de Rouen, de Monet, siendo la misma es diferente en cada uno de los distintos lienzos. Las palabras sólo sirven para aproximarnos a la realidad, e intentar desentrañarla no es más que un constante ejercicio para tratar de descubrir en cada momento de luz, de complejidad, de oscuridad, alguna parte de su ser multiforme. Alguien argumenta: pues aquí o allá dijiste esto o lo otro que tiene poco que ver con lo que dices ahora; claro, lo que dijimos en esa u otra ocasión era un intento de acercarse a decir lo que pensábamos en ese instante, mientras que... etc., ahora es hoy, otro día; es probable que tanto entonces como ahora lo único que estuviera haciendo fuera intentar explicarme una parte de la existencia.


Cada cual se lo monta como puede con estas cosas, pero para mí que no hay mucha diferencia en el fondo entre las indagaciones que hacen los filósofos, los novelistas o los creadores de todo signo. Escribir una historia no se me parece otra cosa que tratar de explicar y de conocer la conducta humana poniendo de relieve las constantes de nuestro comportamiento, de nuestras pasiones o de nuestros miedos. Es difícil garabatear unas líneas sin caer en la tentación de explicarnos a nosotros mismos o tratar de explicar cualquier realidad cercana.


Esta noche, mientras tomaba posesión de la hora, la lluvia, el subir y bajar de las llamas, la soledad de mi cabaña siempre tan acogedora, trataba de explicarme las razones por las cuales nuestros anhelos, nuestros deseos, nuestro modo de acercarnos a algunos problemas espinosos, cambian con tantísima facilidad de un día para otro. Pensaba en si realmente lo que anhelamos y el objeto anhelado real son la misma cosa, si el tren eléctrico que yo soñaba en vísperas de Reyes cuando era niño, era el mismo trenecillo que yo vi montado el seis de enero sobre el terrazo del cuarto de estar de la casa de mi infancia, o incluso si era el mismo que un mes más tarde yacía arrumbado en una caja de cartón bajo la cama. El estado de anhelo es un estado de a veces excepcional vivencia, sea ésta dolorosa o feliz, que para el caso es parecido; dolor y alegría son emociones tan densas que ambas deberían merecer por su condición de intensidad vivencial un hueco en nuestro aprecio. Naturalmente si el día de Reyes no hubiera estado el trenecillo allí habría sido algo menos dichoso; pero ello no habría anulado la felicidad en los días previos, que era genuina y apasionante.



Mirando al fuego igual podrían haber caído mis reflexiones sobre otro tema, esa vocación, por ejemplo, que muestra Gaston Bachelard en el libro que leo, Poética de la ensoñación, sobre el género de las palabras, que siendo arbitrario transmite por lo general una calidad femenina o masculina al significante que difícilmente yerra al nombrarlo, otorgándole así con su género masculino o femenino una parte importante de su ser intrínseco. Y alaba Bachelard la delicada feminidad de la palabra puerta, por ejemplo, frente al muy masculino portón, rotundo y como revestido de los atributos de un corpachón totalmente viril. Un misterio que vive en el lenguaje y al que no sería ocioso dedicarle un tiempo. O esa otra realidad que Jung tipificó como anima y animus, que forman parte de nosotros y que define al hombre con una parte sustancial de atribuciones femeninas y a la mujer con no menos atribuciones masculinas; animus y anima, como en las palabras, dando el santo y seña de la inequívoca feminidad que vive en el hombre –y viceversa- y cuestionando alguna de las razones de nuestros escondidos anhelos; así, cuando Bachelard afirma que el hombre que ama a una mujer lo que hace es proyectar sobre esta mujer su propia ánima.


Y de la misma manera que las palabras tienen género, dándole cuerda a estas cosas, me encontré con que también podían tener peso; otro tema que llamaba mi atención: el diferente peso del lenguaje según las circunstancias; una contribución más para aproximarse a las posibilidades de expresar o interpretar la realidad. Es obvio que el lenguaje pesa de manera diferente según las circunstancias, no sólo cambia el significado si le ponemos signos de interrogación o admiración; cambia según el humor con que hablemos, el odio con que nos expresamos, el amor con que usamos las palabras, la bondad o maldad con que afirmados en el bolígrafo hendimos el papel; la ingenuidad con que nos sale del alma una afirmación. Y sin embargo, llegado el momento, si nuestro sentido del humor o nuestro estado de ánimo no está en condiciones adecuadas, no dudaremos de atenernos como notarios al significado literal de lo dicho o escrito sin tener en cuenta ese dichoso peso con que va cargado el lenguaje cada vez que hablamos o escribimos.


Ahora sólo caen breves gotas de agua sobre la cubierta de uralita, un monótono tac tac como de grifo a medio cerrar que, similar a un metrónomo, sirve de pauta a mi escritura. Noche de cabaña y soledad sin un reloj que me imponga obligaciones especiales; la posibilidad de vagar e ir colocando palabras una detrás de otra para intentar nombrar unas pocas realidades que bailoteaban junto al fuego esta madrugada.


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