Epílogo

Tengo especial afición a pensar en que un modo aceptable de transitar por la vida es ejercer sobre ella una cuidadosa observación. Una observación algo postergada, quiero decir; desde una distancia suficiente como para que los hechos no se vean afectados por la mirada que interroga el instante, que hace de voyeur y que podría provocar que nos sintiéramos incómodos o vigilados por ese ojo indiscreto. Es lo que hacen los escritores de diarios, sólo que yo no tengo inclinación por dejar constancia de los hechos; es más una afición relacionada con las sensaciones, o con las emociones, acaso; la necesidad de dejar un reflejo de ellas por escrito para llegado el caso, hacer algún uso pertinente con ese material; lo que en general suele venirme al cabo de algún tiempo bajo el impulso de construir una novela con el resultado de todo lo que el tiempo y las circunstancias han hecho caer en las redes de una escritura anterior. Es una situación que se viene repitiendo ya durante más de una década.

Así, y siguiendo ese camino, hace unos días terminé precisamente de novelar el último año con los materiales que las ensoñaciones y el tránsito por los días me fueron deparando desde un veintitanto de marzo en que decidí poner pies en polvorosa ante una situación que me acuciaba amenazando con caer en las fauces de algún dragón y este otro veintitantos del mismo mes del año en curso, en que después de una larguísima huída de alguna decena de miles de kilómetros y de largas ausencias por tierras remotas me encuentro en el mismísimo punto en que estaba situado un año atrás. Si en vez de tomar la precaución de escribir periódicamente algunas líneas dejando constancia de los hechos y de los estados de ánimo, me hubiera limitado a echar un vistazo atrás, a la hora de construir el relato, con el material en las manos de unas pocas experiencias y unos algunos recuerdos relevantes, es posible que la conclusión del final hubiera sido parecida, y así, aunque mi experiencia se hubiera enriquecido y me hubiera hecho incombustible afectivamente hasta el punto de comulgar con los fantasmas y vivir de la jalea real que me proporcionan esas ensoñaciones y hubiera persistido el hecho de que huir a la estratosfera como remedio para aligerar algunos males del alma, sólo sirve postergar la resolución de los problemas; la conclusión del asunto habría sido similar, pero si me hubiera limitado a recordar es seguro que mucha de la riqueza que la vida encierra en cada rincón del día, en el sutil color del cielo, o en el modo en cómo recordamos a la amada, o incluso la manera en cómo nuestro furor se hizo aceite hirviendo, es posible que ello hubiera quedado reducido a un rápido esbozo que aún dando por supuesto el caldo hirviendo de las contradicciones mermaría el redescubrimiento que hacemos de la vida cuando hecho a hecho vamos encontrándonos con una pasión que tanto se nutre del desprecio desairado como del deseo más firme a la hora de esa furiosa pelea de gallos bajo la que admirable y curiosamente amor fluye como un cálido río subterráneo.

Muy ufano yo, nada más regresar de mi viaje, hace ya medio año, me arremangué, agarré el teclado y me dispuse, colocando en la parte superior de la pantalla una ostentosa palabra, Epílogo, como título para mi relato anual, a dar cuenta de una historia que me serviría, pensaba yo, para el borrón y cuenta nueva que habría de ser ese tiempo a estrenar que tenía delante; para ello construiría un relato que como un cuchillo cortara por aquí y por allí y dejara las cosas en su sitio; un deseo muy humano de cambio que desde niños acariciamos cada vez que una sensación de encierro nos corta el paso robándonos la paz y el sosiego. Colocar la palabra epílogo en el frontispicio del edificio que iba a construir me serviría para prepararme psicológicamente para dar el paso, un inmenso paso etc. Una vez más una enorme e inmensa equivocación; porque hay muchas cosas que no dependen en absoluto de nuestra voluntad, no hay epílogo que valga cuando nuestro sistema límbico ha sido alimentado año tras año en otras creencias, en la creencia de que estamos consustancialmente ligados a otra persona. El sistema límbico va a su bola por mucho que doña razón pase sus días embarcada en un farragoso discurso lógico. Y así, la historia, que en un principio daba rotunda disposición al protagonista para encauzar su olvido en el primer capítulo, no tardó poco a poco en derivar hacia un ejercicio de hacer pipís contra el viento. Con lo cual, apenas terminado el primer capítulo, en donde daba cuenta del suicidio al que había sometido al ángel de mis desdichas en una corta novela anterior (Invierno), resultó que mi protagonista no sólo no estaba muerta sino que resucitaba vivita y coleando con más fuerza que nunca nada más embarcarme para un largo viaje al otro lado del mundo; justo cuando empecé a ver las orejas al lobo, cuando sentí que el entierro y la destemplanza sólo habían contribuido a hacer más fuerte el anhelo.

Los capítulos siguientes de este Epílogo no hicieron más que confirmar que de epílogo nada de nada; que por mucho que me empeñara en suicidar a una amante y después en buscar un desenlace definitivo, todo se convertía en fuegos de inútil artificio. El trabajo narrativo fue a la larga sólo una demostración más de aquello de que las cosas son lo que son y no lo que nosotros queremos/creemos que sean o son. Ahora que he terminado el libro puedo decir que es lo que más me gusta de él, el comprobar que cuando uno se mete a escribir no se puede dejar de hacer otra cosa que dejar constancia de esa otra realidad que a brazo partido se libra dentro de uno, inmisericorde, desnuda y apasionadamente. Fue un descubrimiento reencontrarse con los pormenores de los materiales, con los correos, con los gritos, con los susurros, con la llamas de Pedro Botero. Los montajes teóricos se van a hacer gárgaras cuando el hábito de escucharse empieza a sondear lo que en definitiva está sucediendo entre los personajes, cuando se dedica un larguísimo tiempo a la convivencia con el pasado para intentar reconstruir una realidad que acaso, pese al dolor, nos haga confesar como Neruda, ese confieso que he vivido.

El final del relato terminó por convertirse en un llanto, aunque después intentara aliviarlo con aquella despedida: “Tráeme el ocaso en una copa” y bebamos a nuestra salud, amor.

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