En el tren de cercanías

El sol ha terminado de ponerse sobre una línea brillante que se tiende como un puente entre las alturas de la sierra de Gredos, los narcisos que recogí junto a la cabaña de Mario y Paula están en un vaso con agua, el ordenador zumba, las ramas se mueven y yo acabo de mandar una larga carta intentando comunicar en ella algo de este estado perceptivo que, haciendo uso de un reduccionismo exagerado, trata de mirar a los humanos en su más candorosa elementalidad como descendientes no muy lejanos de otros seres de similares características fisiológicas.

Estoy subiendo al tren y me cruzo con un cuerpo de mujer de casi dos metros con unas buenas tetas encerradas en el corsé de un vestido a flores; por el suelo del vagón vuela la imagen atrasada de un Rajoy humanizado en cuyo hombro se reclina tiernamente la cabeza de su esposa; mientras me dispongo a abrir mi libro, unos relatos de García Márquez, mi mente, como una máquina que deglutiera entre sus fauces todo lo que se le echara esta mañana, curiosea a su alrededor con cierta avidez y, en los viajeros del tren de cercanías de un sábado por la mañana, ve prototipos de una especie ocupada esencialmente en actos elementales de la vida. Los viajeros son los mismos de todos los días esta mañana, así que si yo los veo diferentes, no es culpa de ellos sino de mi disposición matinal que trata de substraer del entorno alguna clase de verdad. No todos los días se levanta uno aceptando con cierto júbilo la idea de ser uno más en el reino animal, sentirse como uno más de la especie, entender que nuestros cuerpos y nuestros pensamientos para mayor honra nuestra están compuestos de similar manera, saber que después de la lluvia sale el sol y que nuestras necesidades no difieren en gran cosa tanto si somos inmigrantes rumanos como curritos de escoba y recogedor en la mano vestido de fosforito.

Si todos los viajeros de este tren fuéramos chimpancés..., se me ocurre. Ya, mi libro de lectura sobraría, el ipod del vecino también, quizás sobraran igualmente los asientos del compartimento; sin embargo aquella mujer enorme de las tetas apretadas sería un objeto apreciable, también la ternura que muestra el rostro de la mujer de Rajoy apoyada en el hombro de su marido, incluso los pensamientos míos de hoy, supuesto que tuviéramos pensamientos, muy sensibilizados por el recuerdo de alguien, podrían ser parte activa del deseo de aquellos primates; y con más razón si éste desliza sus ojos por el trasero bien puesto dentro de sus pantalones vaqueros de otra viajera que sostiene en la mano derecha una abultada bolsa de El Corte Inglés. No lo sé explicar, pero esta mañana tuve cierta aproximación perceptiva a ese conjunto de deseos y sensaciones universales que nos distinguen como seres vivos de una piedra, por ejemplo. Como si en definitiva más allá de toda política, de los arreglos municipales, de los resultados del partido de la tarde entre el Atleti y el Madrid, escondido en el corazón de los viajeros de mirada distraída y como con ganas de coger a tiempo el siguiente tren en Atocha con dirección Parla o Fuenlabrada, existiera vagamente el presentimiento de que todas esas preocupaciones sólo fueran la cáscara del plátano que se comerán en casa mientras con los ojos fijos en el infinito seguirán pensando en el color y profundidad de unos ojos, o como le sucedía a ese personaje de García Márquez, el presidente, que se le vino el otoño encima pensando en la muerte. Mucho depende de la edad y las circunstancias de cada cual, pero salvo raras excepciones lo que verdaderamente nos importa suele tener poco que ver con la res publica.

Si las tetas de la mujer grandona era una llamada a yacer entre sus pechos, la fotografía de la pareja del periódico era una invitación a descubrir en el estómago de los buscadores del poder el tic íntimo de la ternura. En el libro de García Márquez muchos de los personajes no parecen girar en torno a otra cosa que a estas situaciones privadas e íntimas. Sin embargo García Márquez, empleando una notoria parte de su energía como escritor en vestir a sus personajes no sólo con muchas y diferentes clases de telas, sino con un importante abanico de escenarios de todos los rincones de Europa meticulosamente descritos, no duda en dejar bien claro que no es el atuendo, ni la marca del whisky, ni la suntuosidad del hotel ginebrino lo que en definitiva nos conmueve. Muy por el contrario lo que dará vida al relato será, en uno la espléndida belleza de una viajera compañera de vuelo a Nueva York, en otro el abismo de la muerte junto a las preocupaciones por el sepelio que finalmente queda zanjado por el advenimiento casual del sexo, o en un tercero un camino sin salida que accidentalmente lleva a la protagonista a la locura.

El otro día, venía yo de tierras de Teruel cargado con mi macuto de trampero camino de casa, y al atravesar el paso subterráneo que salva la vía del tren, en Griñón, me detuve a curiosear entre los grafittis y escrituras que llenaban todo el largo y ancho del túnel, esperando encontrarme sin ninguna duda ante las consiguientes horteradas de siempre. Un gran chasco me llevé, y muy agradable, por cierto. Los grafittis y pinturas resultaron ser en su mayoría declaraciones de amor, aderezadas con versos elementales, rima incluida, que yo jamás de los jamases hubiera imaginado en un lugar que en el pasado lo único que había recogido hasta entonces fueron cruces gamadas y soeces horteradas. Las flechas de Cupido atravesaban ahora los corazones de los adolescentes que tiempo atrás habían hecho de la vía pública su espacio para la barbarie. Un hermoso presagio.

Y volviendo al tren, ¿qué sucedería si cerráramos los ojos, cogiéramos una coctelera, metiéramos en ella a todos los viajeros del vagón, incluido uno mismo, y accionando el interruptor dejáramos aquello agitarse en su interior durante un buen rato? ¿Cuáles serían los sabores predominantes, los olores más notables, los deseos más comunes? Uno presiente a veces que hay demasiado ruido en el ambiente, tanto tanto que uno ya no llega ni a oírse a sí mismo, pero aun así presiente que la verdad de perogrullo está ahí, que siempre es la misma.

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