GR 10. De mar a mar

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DÍA 1

Una vez más el mar. Empiezo un camino que une dos mares, el Mediterráneo y el Atlántico. Las tres veces anteriores fue por los Pirineos (la familia en pleno en la primera ocasión, aquellos tiempos en que mis hijos eran grandes andarines también, un tiempo en que Guille llevaba el cronómetro y un cuadernillo a mano para dejar testimonio de nuestras llegadas a montes y collados), más otra que unió el Mediterráneo con el Adriático a través de los Alpes. El mar y la montaña, dos escenarios para pasar la vida. Hoy es un día de sol en Puçol (Valencia), junto al mar. Nadie sabe qué es eso de la GR-10, tampoco existen publicaciones.

Puçol, un parque. Según escribo estas líneas veo pasar un coche patrulla de la guardia civil y le hago señales para que paren; me doy una corta carrera. Quiero indagar el comienzo de la GR-10, pero no tienen ni idea. Ya pregunté antes a algunos viandantes: nada. Así que tendré que fiarme de mi GPS en donde con ayuda del Google Earth he diseñado una ruta a vuelo de pájaro que pasa por los puntos claves del recorrido, que es lo único que he conseguido en Internet.

Un día de invierno de ir en mangas de camisa, con una brisa que viene del mar anunciando ya mismo la pirotecnia próxima de las fallas. Nada de particular por el camino desde Madrid, salvo que tuve que defenderme de la agresividad de los decibelios de las voces de tres señoras que hablaban ininterrumpidamente a mis espaldas de piojos y de cierta denuncia por robo de un bolso; ya le digo, decía una y otra vez durante decenas de kilómetros una de ellas, y arremetía con el relato redundante de los hechos por enésima vez; junto a ellas estaba también la película de turno y la radio del conductor; me defendí como pude con mi mp3 a un volumen más alto del conveniente, Rostropovich, una suite para violonchelo de Bach.

Ahora, después de tomar un tentempié, sólo me queda ponerme en manos del gps y ver qué pasa. Casualmente doscientos metros más adelante me tropiezo con la primera señal blanquirroja. Estoy de suerte. En mis cascos suena ahora la novela Hombre lento, de Coetzee mientras me voy elevando colina arriba entre naranjales en donde cuelgan enormes frutos que me veo tentado a sustraer de sus ramas. Paul, el hombre lento, ha sufrido un accidente de bicicleta y como consecuencia del mismo ve amputada una de sus pierna. Mientras, me pierdo un par de veces y tengo que desandar mi camino hasta encontrar el fondo del barranco por donde vuelvo a ver las señales blanquirrojas. “En la casa del Padre hay lugar para todos, incluso para las almas solitarias y estúpidas”, dice uno de los personajes. Buen consuelo para las penas de la vida...

Atravieso algunos bancales y luego el camino continúa entre brezos, pinos, palmas y chumberas. Después de haber tocado fondo la tragedia por un larguísimo periodo de tiempo, Paul va encontrando con la ayuda de la asistente croata que le asiste en su convalecencia, los porqués a su existencia que ni siquiera antes del accidente fue capaz de vivir. El camino trepa incesantemente entre los pinos, alcanza un collado, sube una empinada cuesta y termina encaramándose a una pared casi vertical en donde necesito guardar los bastones para poder encaramarme con pies y manos a la roca de la pared por la que debo ascender. El paso me deja sobre una meseta desde la que se ve el mar hacia el este, mientras que en dirección oeste se eleva una larga extensión de montañas, algunas de ellas de aspecto escabroso. Debo atender al paisaje, pero también a la novela que me obliga a sentarme y a sacar boli y papel para tomar algunos apuntes que quizás me sirvan para la escritura de mi propia novela, la que escribo en la actualidad y que se titulará Epílogo.

Siguiendo las marcas como Pulgarcito el rastro de sus garbanzos, el camino atravesó un paisaje agreste, cruzó unas pistas y terminó subiendo empinado por un valle de densa vegetación hasta casi hacerse de noche en un estrecho collado bajo unos farallones color miel.

Cuando terminé de poner la tienda ya era de noche. En el centro del cielo estaba Orión y Sirio, a mis espaldas Casiopea y hacia el norte el brillo de la Osa Mayor; a lo lejos las luces de las ciudades corrían hacia el mar sobre una vasta superficie.

Ahora disfruto del confort de mi tienda, escucho la voz amigable y cálida de mi lector anónimo. A lo lejos suenan las campanas de una iglesia. Lástima que no haya suficiente agua. Hoy me va a tocar pasar sed. Una lástima, también, tener que dormirse.

Hace una buena temperatura, lo suficiente para poder todavía dormir en porretas, un gustito que compartiré gustoso con la música mientras me duermo.


DÍA 2

Mañana temprana desayunando en Segart, pueblo serrano sin tienda pero con el bar abarrotado de jubilados que toman su copa y su café con leche. Son del alambre, dice la señora que atiende el bar. Estamos en la sierra de la Calderona.

Hoy me va a tocar comer de bocadillo: un blanco y negro (morcilla y longaniza), otro de tortilla y uno más de jamón. Viejos bares de pueblo, de copa de cazalla y anís del Mono por la mañana. Del pueblo parten dos itinerarios, uno de ellos, el de la Canal de Garbi, de dificultad técnica, dice un cartelito a la salida del pueblo, equipado con cadenas, y el otro más sencillo que rodea las dificultades por el norte.

Font de L’Umbria. Cipreses, olivos y canto de pájaros. Un paisaje de pinos e intrincados valles descollados por lomas de laderas escarpadas aquí y allá. Paul, inflamado de amor, inundado de agradecimiento y abismado de erotismo, quiere convertirse en padrino de la familia de emigrantes croata para así tener cerca a su cuidadora Mariadna. El marido ha olido que aquel inválido forrado de dinero puede estar poniendo en peligro la continuidad de su familia. Los farallones de la Canal de Garbi son un rincón agreste que se deja subir con una dificultad que me divierte. La soledad del lugar, siempre presente en toda la ruta, se hace más agreste; hay que escalar pequeños repechos de una roca rosada modelada por el agua de los siglos, quizás el antiguo cauce de un precipitadero de agua que dejó con su paso milenario romas las aristas, dulces las curvaturas, como ese tiempo que pasa por la vida y nos va haciendo poco a poco más humildes, derechos todavía sobre nuestras piernas robustas, pero humildes, comprensivos con el mundo, con nuestros semejantes y, por supuesto, con nosotros mismos.

Ahora un viento frío barre el lugar y agita las ramas brillantes de los olivos; los cipreses se comban dulcemente al embate. Aquella imagen zen que nos pide ser dúctiles y flexibles como las ramas de un sauce, en oposición a las del pino que, siendo rígido no puede balancearse provocando que el viento quiebre sus ramas. Fortaleza y flexibilidad; cosas que aprender. Hay un silencio y, de pronto, a lo lejos, un murmullo grave y creciente asciende inflamándose hasta reventar como en un violento oleaje inesperado. Las ramas vuelven a agitarse al unísono sin que el canto de los pájaros deje de oírse sobre el ruidoso alboroto de las hojas agitadas.

Voy a comer un poco. Estoy en buena forma, tanto como para caminar durante cuatro o cinco horas sin necesidad de descansar. El placer de caminar es pleno. En realidad caminar es una forma de vida; lo fue ayer y lo es hoy. Es bueno tener un corazón y unas piernas fuertes; son las herramientas con las que mi alma puede solazarse y vivir un permanente presente. Ahora soy el vagabundo que siempre soñé ser, un vagabundo con la sola obligación de satisfacer mis necesidades más elementales; el resto es mirar y ver, leer, disfrutar de la calidad del sol de la mañana, recoger del camino como si fueran flores, algunas tomas para mi cámara, buscar un prado para comer, un alto para poner mi tienda de campaña a la tarde, un alto desde donde vea atardecer y sobre el que vuelen las estrellas a la noche.

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Transcurrieron varios días. Vino el frío y el viento huracanado, y llegaba tan cansado a la noche que no tuve ánimo para seguir escribiendo.

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Entre el tercero y séptimo día de caminar conviví durante toda la tarde y parte de la noche con un ermitaño con problemas de amores y con quien compartí una exquisita lasaña de vegetales; hizo un viento del diablo día y noche; bajaron las temperaturas; se me averió la cámara fotográfica (con lo que el recorrido se quedó sin imágenes... ¡qué le vamos a hacer!); terminé con Hombre lento y proseguí con los cuentos completos de Horacio Quiroga, acompañado con otro texto de Freud; nevó sobre los altos de Javalambre; tuve que seguir el camino entre la niebla con la ayuda de la brújula mientras nevaba débilmente y, descendí, por fin, a Camarena de la Sierra con la noche ya entrada. En el hotel me resarcí con un gran entrecot al Roquefort, una enorme ensalada, un flan con nata, tres cervezas, un café... (sólo le faltó el puro); me resarcí de las últimas comidas rudimentarias que no pudieron ser de otra manera porque los pueblos que atravesaba estaban desiertos. Después estuve una hora bajo la lluvia cálida del baño. Mis pies se habían dañado en la última caminata de doce horas.

Cuando sea abuelo (en uno de estos días ya), volveré a las tierras altas de Teruel a continuar mi travesía de la Península.

Esta mañana, mientras pasaba a limpio estas notas, me llegó un correo desde Méjico, eran unos versos de Paula, la chica de Mario, los incluyo aquí:

Alberto
me alegra que camines,
que entregues
tu cuerpo al viento,
tu mente a la incertidumbre,
tu espíritu al aguacero.

Me alegra
que te andes solitario
hasta el final del silencio,
que escuches a la noche
que duermas en el cerro.

Que al caer la tarde
caigan tus pies cansados,
de mundo llenos.

Gracias, Paula. Por cierto, ayer mismo hablaba sobre la casa en este blog, la que habitamos regularmente. No estuvo ausente de mis pensamientos mientras escribía aquello el recuerdo de vuestra cabaña y de vosotros mismos. Esa parte de nosotros que estará ya para siempre vinculada a un espacio, de la misma manera que lo estarán las experiencias con que vamos llenando el cántaro de la vida. Mañana mismo iremos a darnos una vuelta por allí a ver qué tal sigue y a comprobar si el viento ha hecho alguna diablura, porque fuerte ha pegado, tanto que el otro día cobijado en un refugio rudimentario de los montes de Valencia creí que el refugio salía volando.

1 comentario:

  1. Querido Papi, si se me permite, de camino habla, entre tanto blog de la choza y demás se me pasó eso de vuestros blog, de andar intercambiando camino, senda y lugar. Me hizo gracia encontrarme la foto del naranjo ahí al final... andamos en tierra de naranjos, en tierra también de caminar, de buscar sendas, de encontrarlas y de no encontrarlas, acá no hay GRs, no más las que vamos encontrando, las que vamos haciendo y que por fin vamos sintiendo bien cerca de nosotros, ¿cuánto tiempo se tarda en diseñarse el viaje, encontrar la manera que le es simpática al cuerpo?, paso a escribir una entrada a Mundochoza, ha sido un día bien lindo y provechoso, ahí lo cuento. Besos

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