La casa del padre muerto

Mi amiga desconocida, que con frecuencia apareció en los blogs de mi último viaje, me escribe recientemente, tras el fallecimiento de su padre que tuvo lugar el pasado mes de diciembre. La casa que habitaba el padre, y que fue casa familiar, se ha convertido ahora en un dilema por motivos de herencia. Ojalá esa casa puedan seguir habitándola ella y sus hijos. Una casa frente al mar, la casa de los acantilados de los que con alguna frecuencia me habla mi amiga desde el otro lado del Atlántico. Esta es la carta que le escribí esta mañana:

Querida amiga desconocida:

Me encontraba esta mañana haciendo mis ejercicios de rehabilitación, un rato de retiro que tanto pueden ser ejercicio de meditación zen como flores de loto visitadas por el rocío, mientras mi pierna hace esto o lo otro a fin de seguir haciendo viable mi afición a caminar por el mundo, cuando una extraña asociación de ideas me llevó a pensar en tu casa de los acantilados. Hace muchos años hubo una exposición en Madrid que se titulaba En casa de la madre muerta, algo de lo que escribí en alguna ocasión ya, lo que hace suponer que la cosa me dejó un importante rastro de impresión. En resumen la exposición consistía en varias habitaciones que reproducían una casa, la de la madre muerta; en ella, repartido por aquí y por allá había los objetos más heterogéneos, todos propios de la vida cotidiana; uno entraba, miraba, observaba y de pronto poco a poco aguzando el oído empezaba a percibir la presencia de algo que no había desaparecido de aquellas habitaciones, la casa estaba habitada, se oía una falleba, el abrir y cerrar de una puerta, el agua corriendo en el fregadero... puedes imaginar parte del montaje. Objetivamente no era nada muy particular, pero puestos a ponerse en situación el asunto era bien notable, uno empezaba a darse cuenta de que los muertos no habitan en el cementerio, de que los muertos continúan viviendo por mucho tiempo el lugar que habitaron durante la vida. Cada rincón era una llamada a los hábitos de cierta persona, sus preferencias por sentarse con el libro abierto junto a cierta ventana donde el sol matinal llegaba en invierno a desentumecer los miembros y a aliviar el frío, allí desde donde se oía la lluvia frente al estero. La vida transcurre con frecuencia en unos pocos rincones de la casa, en ella nos acurrucamos, aliviamos nuestras penas, hacemos el amor, soñamos o lloramos desconsoladamente una pérdida inevitable. La casa, como la tierra que pisamos afanosamente porque en cierto modo ésta también es nuestro habitáculo (para mí lo son los montes y bosques que visito, las playas donde gusto dormir al arrullo de las olas) conserva, conservará por cierto tiempo nuestro olor, los rastros de nuestras pasiones, el sabor agridulce de nuestra inquietud amorosa vagando por las habitaciones. Después, con el tiempo, vendrá la nada y el silencio absoluto, pero para entonces ya seremos nosotros mismo polvo, aire y acaso sustancia de otras vidas en un proceso que quizás algún día la física quántica pueda llegar a explicar como una simultaneidad en donde el tiempo sólo será un concepto obsoleto. Pero mientras tanto, la conciencia, que es la que nos transmite e interrelaciona todas las circunstancias que tuvieron como escenario la casa, a modo de órgano supraperceptor y global, tendrá la oportunidad de pasearse por las habitaciones y por el tiempo teniendo así la oportunidad de recrear un pasado que en su calidad de presente, como parte de nosotros mismos, de los que amamos, de lo que bebimos hasta la saciedad, no dejará de estimular la intensidad creciente de nuestras sensaciones hasta hacer de ellas plena comunión presente con nuestras vidas del pasado.

Hay días que uno se despierta especialmente sensible. Serán los sueños, acaso, eso pienso porque últimamente sueño intensamente toda la noche. Lo hice los días pasados mientras el viento ululaba por la noche fuera de la tienda de campaña en los fríos altozanos de Teruel. Todas las noches un gran puñado de ellos de los a la mañana no lograba recordar ninguno. El caso es que hoy, que no dejé siquiera el lapso de unos minutos para demorarme en la cama tras sonar el despertador, los sueños debieron de seguir irrigando la masa gris de mi cerebro mientras hacía mi rehabilitación, lo que derivó en esa percepción de la casa del padre muerto, las cosas de nuestras vidas traspasando osmóticamente mi piel y llenando mis sensaciones con el furor y la intensidad de las cosas que uno ha vivido con pasión para gracia y fortuna de un presente que querría ocuparse primero y esencialmente de la propia vida, de la música que suena entre las cuerdas del alma cuando el viento frío bambolea nuestras disposiciones y el cuerpo se empeña en enfrentarse a las inclemencias del tiempo, a la escarcha de la mañana o al amor imposible que nos acompañará hasta el final de nuestros días. Música, día de concierto matinal en donde los instrumentos tocan por turno su parte de la partitura mientras el día se va abriendo paso entre las ramas de los árboles y calienta el plumaje de los estorninos que a esta hora temprana ya empiezan a picotear las semillas del olmo frente a mi ventana.

Y mientras hago la rehabilitación me pregunto; no, no me pregunto, miro un cuerpo desnudo de mujer, una pintura, que cuelga todavía en la habitación que fue de mi hijo y que ahora es taller y lugar de retiro, miro intensamente esa imagen y siento que junto a la orquesta matinal de los recuerdos y las emociones empieza a resucitar en mí el calor del cuerpo. Subo y bajo la pierna en cuyo extremo una madreña lleva atada un contrapeso de kilo y medio; cuando la madreña alcanza su punto más alto la imagen queda escondida durante cinco segundos tras el ingenio, luego vuelve a quedar al descubierto ese cuadro que nunca llegó a llamar mi atención pese a tenerlo ahí delante diariamente durante media hora. A la izquierda hay un niño que duerme rendido por el trabajo de una larga jornada escolar. Noto que el cuerpo de aquella mujer, desnudo pero poco sensual, como sacado de una larga siesta de verano, está empezando a perturbarme y entonces tengo necesidad de reencontrarme con mi propia experiencia, otro cuerpo amado; me levanto, recupero aquel enigmático desnudo de ella que tanto me gusta, brazos sobre la nuca, pechos pequeños, el pubis una promesa de eternidad, y me vuelvo al taller, lo coloco enfrente, a mano derecha para que la madreña no me impida verlo, y me sumerjo en otro tiempo, los ruidos y las sensaciones de otro tiempo vienen a mí; me oigo gemir por un rato. Después caigo en pensar en esa obviedad con que soterramos en nuestro entorno los gemidos, los ruidos de la carne quebrándose y hendiéndose mutuamente.

La casa de la madre muerta. Los sonidos y las miradas; los gestos de desaliento, de pasión; todo lo que te golpeó en la vida y que ahora fluye como un arroyo por el presente como tumulto del corazón dando testimonio de ti mismo, y de que vives; poc, poc, poc, poc; aquel cuerpo desnudo de oscura vulva; la mirada enigmática de la agonía de una madre, el fuego de la chimenea junto a su cuerpo espirando; el estertor insondable del sexo, del ansia de recorrer un cuerpo con las manos y penetrarlo; el fragor del mar; el bofetón de la ventisca en el cuerpo; la encantadora sonrisa que miramos distraídamente posada sobre un rostro querido; mi trote habitual por las montañas; mi necesidad de sortear una pared de granito que se alzaba vertical ante mí; el cuerpo inane de un amigo despeñado en una ascensión; ser padre; una solitaria tortilla helada deglutida en una noche de Navidad lejos entre los pedregales de la Pedriza; el amor que hizo estremecer mi cuerpo hasta la locura, los meses, los años en que obsesivamente me persiguió la insistente presencia de la mujer pequeña de pechos diminutos, de pubis oscuro, de piernas fuertes, de mirada inquietante; aquellos amaneceres bajo un manto de escarcha; la puñalada que se hundió en mi pecho; el esplendor del Parinacota al norte del desierto de Atacama una mañana heladora de suprema belleza; una meta al final de un maratón; el desierto inmenso, ondulado y rubio como el cuerpo de una mujer; un último día en que recoger los rastros de emoción que quedaron prendidos entre las ramas de los árboles en un día ventoso.

La casa de la madre muerta. Aquella de la exposición no estaba del todo habitada. Si hubiera que recomponer la casa del padre sería necesario atender a los sueños, dejarse aconsejar por las pasiones, someterse a los vientos y a las lluvias, tener en cuenta los trozos de vida que, apiñados en los rincones queridos del alma, florecen entre los sueños cualquier mañana de viento mientras la madreña sube y baja, mientras se hala una vela para dejarse llevar por los recuerdos y el fragor de los arroyos.

Hoy traté de reconstruir parte de los habitáculos de mi propia casa; o no, que más bien la cosa vino y se instaló en mí acompañada por las asociaciones de los recuerdos o motivados por la referencia de esa tu casa recién abandonada por tu padre muerto y a la que yo ahora pienso llena de arcana vida vibrante en tanto la memoria tuya y la de tus hijos la hagan perdurar. Creo que fue en un libro de Gaston Bachelard, La poética del espacio, donde encontré hace años también rastros de este olor tan particular que desprenden los lugares que fueron habitados. Una casa es algo más que unas toneladas de hormigón y ladrillos, de la misma manera que una vida es algo más que eso que metido en un horno e incinerado cabe en la hornacina funeraria. El otro día, caminando interminablemente por los altos de la provincia de Valencia y Teruel pensaba que uno se siente y se experimenta a sí mismo en el hecho de caminar; también nos experimentamos y nos sentimos compartiendo nuestras vidas con los otros; la casa es inevitablemente uno de esos lugares a donde es necesario acudir para comprender un poco más nuestra vida y la vida de los que la han habitado.

Cara amiga desconocida, hoy me salió todo esto a raíz de tu última carta y de la casa que fue de tu padre. Espero que algún día pueda visitarla, sería una buena razón para volar a Argentina.

Un beso

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