Creo que ya hubo un título así. Pertenece a una novela de Doris Lessing que leí el verano pasado: De nuevo, el amor.
Hace dos noches, tras una larguísima excursión en la Pedriza a la búsqueda de caminos nuevos, frente al fuego de la chimenea de mi cabaña, discutíamos mi amiga Raquel y yo acaloradamente sobre los inevitables temas de política que pacientemente debemos padecer en este país desde hace semanas. Las llamas eran brillantes y altas y en los altavoces se oía maravillosa como siempre la voz de la Callas. La noche invitaba a conversar.

Así que ateniéndose a lo de las prioridades que no quepa la menor duda de que ni Zapatero ni el señor de la barbita (el otro era bigotito... y tal para cual por cierto) me van a quitar el sueño, lo que sí, por el contrario puede hacerlo ese tema inacabable del amor. Cada loco con su tema. Y el tema hoy es qué puede hacer uno con la fuerza excedente del querer cuando en plena bajada a toda leche en un fulminante descenso tiene que detenerse de golpe, desaparece la ninfa, la musa se esfuma; qué hace uno con el excedente de su energía amorosa; y más cuando no hay una proposición más cierta que aquella que dice que uno se realiza precisamente amando, y uno quiere, claro, realizarse, que aunque suene así un poco rimbombante, o acaso zumbón, sirve al caso, que no siempre las palabras tienen ni el corte preciso ni la capacidad para decir lo que se quiere decir.
Vayamos por partes empezando con la manida proposición en torno al deseo. Si lo que tu cuerpo anhela es el deseo, pero el deseo te trae desdichas... entonces deseas no tener deseos (que es a su vez un deseo) para así alcanzar la dicha (un mayor deseo todavía); con lo que huir del deseo es un subterfugio para seguir deseando bajo la máscara ahora del no deseo. Es decir uno no puede escapar, está atrapado como un Gulliver o como un Robinson Crusoe; los liliputienses o el ancho mar nos condenan a una situación sin salida. Estas líneas tratan precisamente de la acaso posible alternativa.
El cuerpo de una mujer suscita un deseo. Una mujer puede suscitar también el amor. Suscitar. En nosotros algo capaz de ser estimulado por una circunstancia externa, una persona, alguien a quien después podemos dar el nombre de amante. Lo que es suscitado es nuestro amor, el deseo, la ternura que se comportan como un material combustible capaz de inflamarse al contacto con la llama de una cerilla. El amor está en nosotros, arde en nosotros estimulado por las señales que nos vienen de fuera.

El acto de amar exige poner en movimiento, encender esa fuerza misteriosa que está en nosotros, ser causante de ese extraño y poderosísimo sentimiento común a todos los seres humanos y que tanto puede contribuir a convertirnos en guiñapos como en seres semejantes a los dioses. Lo que sea ello, ese combustible, ese anhelo universal parece difícil de definir, como todas las cosas importantes. Existe, eso es todo, parece ser la respuesta. Ahora, ¿necesitará el acto de amar en su estado más puro, la presencia de Dios, la presencia de la persona que ha estimulado el amor con su presencia en el otro? Un asunto importantísimo, porque de la misma manera que se ama a Dios sin conocerlo e incluso sin que exista, podríamos llegar a la conclusión de que es posible satisfacer nuestra necesidad de amar sin pasar por los inconvenientes y el dolor que trae consigo el amor; abriéndose así la posibilidad de poder mantenernos a buen recaudo de la presencia de una amada o amado, que en la cercanía puede ser perturbador mientras que en la lejanía puede constituirse en apreciado y dulce amor al modo de un Romeo y Julieta o un Tristán e Isolda eternamente anhelantes el uno del otro sin que ni el veneno o el puñal tengan que entrar en acción, porque el anhelo del encuentro será la garantía de la perseverancia de su amor. Hoy tocó indagar esta variable de la relación amorosa que se me aparece como altamente sugestiva, aunque bien sea cierto que ronde por ahí de incógnita merodeando la idea de aquella fábula de la zorra y las uvas verdes.

Naturalmente, fornicar, el acto amoroso más inherente al amor mismo, no es posible hacerlo con esa especie de fantasma con el que pretendemos arreglar los inconvenientes del amor circunscribiéndole al sólo ámbito de la ascesis del que ama en una soledad no correspondida; ¿naturalmente?, pues no sé, se me ocurre que no habría que precipitarse con afirmaciones inmediatas. Mi experiencia personal me dice que sí son posible estas cosas, y no es necesario irse tan lejos como a la infancia, cuando movido por el fervor que los curas de mi cole capaz de infundir en mi tierna alma apasionada (una desgracia a veces eso de ser apasionado...), henchido de fervor mariano, el valor de infligirme heridas en el cuerpo con una cuchilla de afeitar o de espachurrar entre mis manos un manojo de pinchos hasta llenarme la mano de agujeritos por donde salían gotitas de sangre; no es necesario porque todo el mundo sabe hasta qué paisajes extraordinarios de placer y ascesis una gran sensibilidad llena de deseo puede llegar a transportar al alma y al cuerpo. Un Fausto más avispado y místico no hubiera necesitado vender su alma al diablo; Mefistófeles se habría quedado sin empleo si la calidad de la sintonía del primero para encontrarse con su Margarita sin su presencia hubiera sido la conveniente.
Así que la teoría es ésta: si sucede como escribe Musil en sus diarios, poniendo en boca de un personaje lo siguiente: “No existe una tristeza más profunda que la de amar a un ser insignificante” o uno se encuentra ayuno de esa coincidencia que ni Cupido puede remediar, queda la tercera vía, en que todo podría conformarse para mejor atender al profundo anhelo que a veces nos llena el cuerpo. Otro personaje de Musil lo expresa así, más adelante: “Yo insuflo vida a esa estatua, mi amante ideal, nadie que exista acaso, pero a la que la luz cambiante del hogar le presta el movimiento, y la retórica de sus miembros se convierte en la encarnación de mis deseos. Con ello se convierte en una criatura enteramente mía, en Palas Atenea surgiendo presta de mi cabeza. Usted comprenderá bien que una cosa así puede resultar perfectamente lógica, sobre todo si piensa en ese anhelo indefinido, que Dios sabe de dónde procede, con el que nacemos y que ‘el contacto con nuestra amada esposa de todos los días’ no hace sino humillar... Dígame, ¿no es cierto, en efecto, que una imagen de mujer no es sino la imagen de una mujer, un cliché de la vida con el que tengo que conformarme lo mejor que pueda siendo así que no busco en absoluto la imagen de una mujer, sino la imagen de mi deseo de mujer, de la única mujer imaginaria que nadie ha visto todavía?

La cosa parece que ha derivado un poco hacia las citas, pero es que recuerdo ahora mismo otra de Ciorán que viene al pelo y que abunda casualmente en lo mismo y que acaso enriquece la anterior. Dice en El libro de las quimeras: “Amamos a una mujer porque es nuestro amor lo que queremos. Pues en el amor nos degustamos, nos saboreamos a nosotros mismos, nos dejamos seducir por el goce de nuestro pálpito erótico”
Si mi amor a la Virgen en los años de colegial, virgen de escayola con cara de lela, era capaz de transportarme a ese abismo en donde lo erótico, el amor y el dolor constituían un alucinante mundo de desmadradas sensaciones ya a los nueve o diez años, qué no podrá hacer ahora mi anhelo indefinido, mi sentimiento oceánico, el amor como sentimiento central ubicado en el centro de mi entrañas para seguir sucumbiendo a esa ternura, a ese pálpito erótico que baila día y noche en cada célula de mi cuerpo?


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