.
.
Hoy escribí una carta poco después de levantarme. Después de enviarla pensé que hacía mucho tiempo que tenía abandonado este blog y decidí trasladar parte del contenido de mi carta aquí. Esto era, más o menos:
Esta mañana fueron los coros de Nabucco por Nana Mouskouri los que me pusieron inquieto; antes había hecho rehabilitación y recogido un poco la casa. Me eriza el cabello oír la Mouskouri esta mañana de calina ligera. Estoy tan a gusto en casa que me da pena tener que abandonarla para ir esta tarde al auditorio. La última vez que oí los coros de Nabucco fue en la Arena de Verona, un año que atravesé los Alpes a pie, un enorme recinto mayor que un estadio de fútbol en donde las voces, algunos centenares, subía como grito de la tierra hacia un cielo que amenazaba lluvia. Hay músicas que te convulsionan el alma, ésta pertenece al arsenal que me regalara mi abuelo cuando apenas contaba con cinco años; de aquella época era también la juguetona ópera de Rossini, La urraca ladrona; otras músicas similares se incorporan en diferentes ocasiones; en los últimos años quedaron asociados aquellos fragmentos de El Mesías que sonaban aparatosamente pero que respondían maravillosamente al momento al final de una larga e ininterrumpida caminata de cien kilómetros.
La música deja a veces un punto de inquietud en vez de contribuir a relajarme; de la misma manera que la nieve que cae esta mañana de las ramas del almendro junto a la cabaña, me recuerdan los campos blancos de invierno de alguna mañana remota, la música me transporta hoy a la temprana infancia, corre sobre los accidentes del tiempo, los hechos, los paisajes, los rostros que aparecen y desaparecen fugazmente en mi memoria y dejan posado en mi ánimo como suave terciopelo un murmullo de emoción parecido al que produce el viento entre las cebadas altas y rubias del mes de junio. Y busco un disco del chileno Claudio Arrau y pongo en el plato música de Chopin y List que me ayudan a mantener el climax encantado de la mañana. Me temo que hoy no voy a poder escribir, que sólo voy a ser capaz de abrir mis poros al tiempo y a las sensaciones que despiertan mi emoción frente a la ventana de mi cabaña, por donde los pétalos del almendro cruzan en diagonal sembrando el suelo con un delicado tapiz rosado.
También vi en el periódico la dimisión de Castro, y sentí fluir en el tiempo un hilo de vida, como tantos que cruzan la historia de nuestras existencias o la vida de la comunidad; y leí en el periódico la impresión que sufrió el masón Ives Bannel viendo a un campesino camerunés, sucio, pantalón corto, camiseta entreabierta y desgarrada, tomando la tierra del suelo, oliéndola y dejándola que escurriera entre sus dedos. Porque hay días que la tierra penetra nuestros ojos y nuestra alma hasta dejarla empapada por una hondura infinita, como adentrarse en la soledad del mar desnudo con un trazo de luna bailando en la ondulaciones de nuestros pensamientos; lejano barboteo de espuma contra los acantilados, el sofoco de la muerte lejos, la inmensidad del universo instalándose en el cuerpo.
¿Qué será lo que hace posible estas mañanas, lo que introduce en nuestro ser estos ritmos de músicas que cautivan, nos roban el alma hasta hacer de nosotros brisa entre las ramas, dulzor vastísimo e inquietante de bosque nocturno?
.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios