En la cabaña de Mario y Paula

La débil cantinela del chorro de agua que vierte en el estanque junto a la cabaña en la semioscuridad de la tarde; las estrellas que empiezan a levantar entre las copas de los árboles, Orión en medio del cielo; al oeste la silueta de las ramas del larguirucho chopo, el que me guía siempre cuando trato de encontrar el paso entre las jaras y las llambrías de granito antes de alcanzar la tosca empalizada de leños a cuya izquierda debo saltar la valla de piedras. La cabaña está en paz y en silencio. Dentro de un poco crepitarán los leños en la estufa de hierro, pero antes curioseo, miro con sana envidia el entorno que han creado aquí Mario y Paula; paja, barro, algunos leños y poco más; a última hora incluso la luz eléctrica de una placa solar con la que me alumbraré esta noche. Siempre habrá en el mundo gente cabronamente maravillosa que sepa mirar a través de la espesa niebla de la realidad, sortear las trampas más groseras del mundo y hacerse una vida a la medida. No es que vivir en el campo acogidos a los beneficios de la naturaleza y al duro trabajo que ésta exige exima a uno de la virulencia de todas las enfermedades más comunes entre los humanos, enfermedades de coco o del alma quiero decir, pero desde luego alivia la distinta presión que aquí se respira; ayudan los árboles, y el sol, y la noche, y las estrellas y el ronroneo simple del agua. Hasta el yo parece que tuviera distinta consistencia a estas alturas. Culpa del barómetro seguramente, o de la claridad del aire, o del silencio de las cosas que acogen nuestro propio silencio con amorosa hospitalidad y permiten mirar con los ojos algo más limpios el horizonte; éste que se encendía esta tarde, por ejemplo, al fondo sobre la lejana nube de smog que corona la capital de este país durante la última semana. Porque es frecuente que el horizonte necesite de agua y jabón y de una paciente dosis de comprensión que naturalmente es difícil de adquirir en el frenesí de las ocupaciones diarias. Ya se sabe, es necesario que se nos muera una madre, un hijo, un amante para que demos un respingo y seamos capaces de mirar las cosas con un sentido de la proporcionalidad; actos puntuales que nos saquen del anonadamiento de tensiones diarias a veces sin chicha ni limoná, porque sin chicha ni limoná son gran parte del material con que a brazo partido nos enfrentamos como quijotes postmodernos empeñados en pelear con fantasmas o en cultivar huertos, que a diferencia de el de Cándido no son en propiedad los nuestros.

Mi último post fueron unas líneas sobre un tema que algo tiene que ver con la cabaña, o mejor dicho con esta vida sencilla que uno imagina tras los muros de paja y barro, y con esa nube de smog que con harta frecuencia cubre nuestros ojos. Y digo que tiene que ver porque la pareja que la habita, y que ahora anda por Méjico investigando en las cosas de la vida, se me parece como un ejemplo meritorio de eso que todo quisque anda buscando y que es tan difícil de encontrar en estado de mediana autenticidad. Amor lo llaman.

Estos días ando reconciliándome con Javier Marías, Negra espada del tiempo, del que leí dos libros hace tiempo, que no me gustaron; del que leí un artículo en el periódico tras la muerte de su padre, Julián Marías, que tampoco me gustó, porque parecía enfadado con el mundo y sarcásticamente por encima de sus congéneres; y hoy, a punto de terminar ya su tercer libro no sólo me siento reconciliado sino también cercano. Quizás lo encuentro mucho más humano y brillante de lo que la impresión de las lecturas anteriores me habían dejado; ahora llevo dos días paseándome por la montaña con los cascos enchufados a este autor. Nos falta conocimiento de los otros, tendemos a juzgarlos apresuradamente. Esto no quita para que dentro de unos días cambie de opinión en base a otros datos, pero la realidad en este instante es así. Se trata de un criterio que podría aplicar a otras muchas situaciones, y donde uno ha dicho una cosa tenga que decir lo contrario, sea porque los hechos han cambiado o porque nuestro propia razón tornó la orientación de sus apreciaciones. Viene esto a cuento, por una parte, de la necesidad de no ofrecer resistencia cuando por la razón que sea nos vemos forzados en buena ley a cambiar nuestro punto de vista, algo difícil de aceptar por la fuerza con que se puede parapetar tras el amor propio, y de otra de la dificultad de apreciar al otro en su complejidad y en la variabilidad de sus circunstancias. Que yo pudiera decir en el post del otro día o en cualquier otra circunstancia donde dije digo quise decir Diego, o simplemente venir a confesar sanamente la equivocación o el cambio de parecer, debería ser una condición de índole mucho más moral que su contraria, al menos reconocer que uno se equivocó nos rescata a nuestra condición más pedestre, en lugar de mantenernos en el torpe olimpo de una inútil y cazurra fortaleza que sólo debería estar habilitada para el encuentro con los otros. La penúltima vez que hablé con mi hijo Mario sobrepasamos con creces las horas primeras de la madrugada en una intensa conversación que nos dejó a ambos con la sensación de haber equivocado el camino aquella noche. Y es que es tan difícil a veces hablar, hacernos entender sin que uno sienta el aguijón del desasosiego dentro... El desasosiego del amante, del padre, del hijo... y la necesidad de abrirse paso en la percepción de la realidad, en su esclarecimiento... Algo tan imprescindible siempre para convertirnos en buenos padres, buenos amantes o buenos hijos. Así que cómo no afrontar una madrugada determinado tema que nos acucia, cómo no expresar lo que sientes en un instante concreto, ¿por qué guardarlo haciendo que a la larga el alma se nos convierta en un pudridero?

Una confianza en aquellos que amamos puede que sea la mejor garantía de una larga continuidad; sin embargo cuando nuestra torpeza o las tensiones han hecho que perdiéramos la posibilidad de un reencuentro o de un caluroso acercamiento bien vale pararse un tanto a reconsiderar el camino a tomar. Mi palabras parecen estar enredándose, mi imagino que ya se habrá observado, pero es que esta tarde le oí a Marías (debería acostumbrarme a decir oír en vez de leer, como es realmente el caso con los libros con los que trabo conocimiento últimamente, pero además debería decir lo que realmente siento mientras camino y vengo oyendo el libro, y es que no sólo me resulta agradable la lectura oída, sino que me sucede como si quien me leyera fuera realmente el autor del libro; vamos, que no sólo me habla en sus ideas y en su creación si no que también lo hace con su propia voz. Paréceme, que diría Montaigne, como si verdaderamente el autor estuviera a mi lado contándome las cosas que se le ocurren); pero es que esta tarde le oí a Marías, decía, algo sobre el modo de minimizar los conflictos y quise, y no encontré mejor modo, introducir esa idea en el contexto de estas líneas: la conveniencia de minimizar nuestros conflictos volviendo a retomar las situaciones en los momentos previos en que aparecieron los problemas a fin de descargar a éstos del peso innecesario que les añadió los enredos posteriores; no perder el tiempo en el marasmo enredado de tantas consideraciones, o hechos, o cartas, o esto o lo otro o de más allá, que con su capacidad perturbadora han ido enmarañando con el tiempo la claridad de los asuntos y los sentimientos hasta el punto de hacer imposible acaso un reencuentro porque ya no somos capaces de saltar por encima de tal conjunto de insensateces; un laberinto que más valdría dejar de lado para tratar de encontrarse un poco más cerca de esa edad de la inocencia que suele ser un terreno mucho más propicio para encontrarse con aquella parte de nosotros que más apreciamos. Para asuntos así sirve también leer libros, no es difícil que entre los párrafos salten con frecuencia sugerencias que lleven al lector (oidor en este caso) a ponerlas en relación con circunstancias o temas que le son de interés personal inmediato.

Ahora ya hace un buen rato que anocheció. Repantingado en un sillón de enea junto a la estufa de leña, escribo. El lugar donde estoy sentado, hace un año era un prado herboso donde crecían los narcisos en primavera; ahora, sobre él, se alza una acogedora cabaña; una rústica pantalla alumbra mi teclado. No sabría describir la cabaña que a mí esta noche me parece francamente encantadora. Frente a mí, en la pared enfoscada de arcilla, cuelga una pequeña estantería; a su lado, un poco mas abajo, recuesta su cuerpo curvo y femenino una guitarra a la que acompaña un banjo y un tambor. A mi derecha, bajo un ventanal en ángulo que da a poniente y al sur, y que es recorrido por un amplio alféizar en cuya superficie se secaban el otro día unos tomates para semillas, una mesa circular de pie central a la que acompañan dos sillas de enea ocupa el rincón meridional; una bañera cubierta por una tarima, una cama a metro y medio del suelo (de repente un ruido de cascos me sobresalta; los caballos han saltado la valla y merodean junto a la cabaña. Ya me advirtió Mario; a él le gustaba ver a los caballos en las cercanías); debajo de la cama una larga estantería llena de libros; dos candiles colgados del techo; una maleta junto a los libros; dos sillas, y, en un rincón, cacharros de cocina, un infernillo, varias teteras. La paja asoma entre los troncos del techo; una hamaca cuelga parcialmente enrollada del arquitrabe de madera. Esta noche este lugar es el rincón más agradable del mundo. Pienso que si volviera a tener la edad de mi hijo me haría una cabaña como ésta. Yo soñé a mis veinte años con mi cabaña de troncos, cierto verano que recorría los países nórdicos en un dos caballos, pero mi imaginación no llegó nunca a tanto como para hacer realidad la idea. Chapeau por la Paulita y el Mariete.





















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