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Parece como si el amor fuera en definitiva lo único posible capaz de sacarnos del atolladero del sinsentido de la vida. Cubierta esa otra parte de la vida, el hambre, en que junto con el amor Schiller considera el eje de la existencia (hambre entendida como representación de todas nuestras necesidades físicas más elementales), y puestos sobre la superficie del mundo cualquier mañana de crudo invierno, sucede que quien no tiene a su amor a buen recaudo en la seguridad de una confianza mutua, quien ama y no es correspondido, sucede a quien la esperanza se le hubiera roto en los mil pedazos de un vidrio, que mirando desde su rincón, como desde el fondo de una cueva neolítica, le cueste trabajo encontrar alicientes para alzarse y enfrentarse a los actos diarios con que habrá de satisfacer precisamente su hambre. Hambre y amor conducen el mundo; especula Freud sobre este binomio en su ensayo El malestar de la cultura. No parece que para muchos seres humanos una parte abrumadoramente importante de su comportamiento vaya dirigido a otra cosa que a huir del desamor que se cierne constantemente sobre él, de manera que quien incurre en falta, hizo algo que lo aleja del amor de los otros, a la larga no puede dejar de padecer, consciente o inconscientemente, el impulso de rectificar su conducta a fin de no verse proscrito en el amor de los otros; amor del amante, del cónyuge, de los hijos... hasta de los vecinos y compañeros de trabajo. Amor y desamor; hechos de índole general, que llevados al plano de la pareja ilustra su universalidad como tema permanente de la literatura y de todas las manifestaciones del arte. Si nuestro instinto nos lleva a procurarnos el abrigo y la comida sin los cuales pereceremos, el amor atiende a otra necesidad no menos imperiosa sin la cual parece como si nuestra alma se disgregara, quedáramos a merced de la inclemencia de la lluvia o las tormentas.
Y mientras, entrenemos los días; nos ocupamos de otros quehaceres; pero los pocos asuntos de importancia que nos entretienen terminan por rendirse tarde o temprano a la evidencia de que el anhelo amoroso es lo único capaz de anular esa sensación de miseria y decrepitud que recorre el alma en la espera de quien amamos. El amor aparece como una fuerza que supera cualquier límite de cordura que podamos imaginar; daría la vida por ti, dice en ocasiones el que ama; la pasión improrrogable, el anhelo que siente quien está enamorado deja atrás cualquier importante asunto o pasión, que le parecerá de minucia, ante la intensidad del deseo amoroso que lo apremia.
Y sin embargo, ahí mismo, en el punto más candente de ese anhelo, se está fraguando constantemente a cada instante el dolor; puede no estar lejano el instante en que se rompa el equilibrio y todo salte por los aires y, obedeciendo a la ley universal mediante la cual el hombre siembra el planeta de terror y muerte de tanto en tanto, algo similar suceda con los amantes. Las minucias se apoderan del momento presente, hacen caso omiso de los fortísimos vínculos anteriores y echan a perder en unos pocos fuegos de artificio aquello que sustentaba una parte importante de sus vidas. Desdémona debe perecer frente a un Otelo desquiciado por los celos forjados por la imaginación de éste. Es una parte de la historia de la humanidad. Hay centenares de motivos menores. Los hombres se han matado a millones siempre por motivos baladíes en comparación con la magnitud de los desastres que ha ocasionado. Y no sirvieron los frenos que un superyo cultural, mediante la ética o las razones de sentido común, pudieran aportar.
Parece que ante tamaña cantidad de desafueros no cupiera otra cosa que encogerse de hombros, arroparse lo mejor que se pueda en el fondo de la cueva y soñar... soñar, como cuando era pequeño y en los Salesianos me enseñaban una religión de angelitos regordetes y vírgenes amorosas, y todos los males se resolvían recurriendo a la mirada meliflua de aquella María Auxiliadora que velaba por todos nosotros desde su pedestal de escayola policromada. Soñar, sumirse en la contemplación de lo que pudo ser y no fue.
Y así queremos huir del dolor. El dolor, que proviene de nuestra relación con el mundo, con nosotros mismos o con las personas con quienes tratamos, nos aconseja en este último caso, a fin de evitarlo, rehuir nuestras relaciones, aislarnos, convertirnos en eremitas. Evitar en definitiva el riesgo. El amor es puro riesgo, dice un graffiti que todavía cruza la pared de la habitación de mi casa que hace de taller y que antes pertenecía a mi hijo Mario. Triste condición la de vivir huyendo del fuego que nos calienta y da significado a la existencia...
Hojeo El País de esta mañana en donde aparece una crítica de Million dollar baby, la película de Eastwood. Concluye el autor su columna afirmando que el film, aparte de los muchos premios, ganó un lugar en el corazón de quienes creen que en el dolor existe mucha verdad. No es que nos queramos recrear en el dolor, pero amamos la vida y por ello queremos penetrarla, vivir consustancialmente con ella, aunque a veces el dolor sea tan enorme, tan crudo, tan desolado como viento en una estepa inhóspita.
Precisamente porque la vida no tiene sentido y porque hay que vivirla igualmente aunque no lo tenga, cuando uno despierta en esa mañana de invierno, en el lecho frío y venteado en el fondo de su cueva, y se encuentra con que junto a sí sólo existen los restos de una ceniza fría, el resto marchito de una esperanza y, al lado, más allá, sólo la inquebrantable longitud de los días en que sólo le cabe aplacar el hambre... precisamente por ello ¿qué? Palabras; ya se ve. Tratamos de rizar el rizo, de razonar, de explicarnos esto y lo otro, pero es inútil; sólo la enorme ambigüedad de las palabras nos queda a veces para acallar nuestra inquietud, para tratar de adivinar qué es esto de la vida que nos rodea por todas partes, como un enigma, como un laberinto del que no sabemos si encontraremos la salida alguna vez.
No obstante, acaso convenga concedernos un respiro y dejar en cuarentena cuanto se desprende del desasosiego que estas situaciones deparan, arrimándonos al lejano rescoldo de sensaciones que, como los buenos sentimientos, todavía pueden ponernos a recaudo del castañeo de dientes y de la tiritona del exterior. El amor no nos saca del atolladero de la vida pero hace palpable nuestro lado más bondadoso; quien ama ve brotar en sí esa parte de su yo más noble y apasionada, que sin el amor jamás le hubiera sido dado conocer. El amor puede transformar las partes más anodinas de nuestro ser en un vergel de sensaciones y sentimientos... puede ser un modo de recuperar el sentido de la existencia, aunque sea un ente puesto en cuarentena, incierto, tan tremendamente propicio a producir dolor a la larga.
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