Llueve


El Chorrillo, 20 de noviembre

Para mi amiga Raquel en su día

de cumpleaños.




Mientras uno esta ocupado, ocupado en proyectos, con una tarea por delante, uno puede preguntarse por la vida y discurrir sobre ella de una manera muy diferente a como lo haría cuando estos proyectos no existen. Es el momento de hoy, en que espero, descanso acaso del mucho movimiento, de la mucha escritura. Hoy llueve, de manera que no cabe irse a la sierra y continuar en cierta manera huyendo de... ¿de qué? No lo sé, pero el caso es que de pronto, durante la mañana, que me entretuve en curiosear alguna cosa sin importancia, se me fue colando esta idea mientras oía la lluvia y me enteraba de algunos pormenores del funcionamiento de un GPS. Así que ahora que ya acabé con esta clase de asuntos, me encuentro definitivamente enfrentado, aunque la mañana sea espléndidamente otoñal y lluviosa, rabiosamente perfecta para hacer más claro el contrastaste; me encuentro definitivamente enfrentado a ¿qué?

Hace unos días veía El séptimo cielo, una película de Borgaze de 1927. La protagonista en cierto momento desiste en atravesar sobre un tablón que está tendido entre los áticos de dos altos edificios; el vértigo que le produce mirar hacia abajo la echa para atrás de inmediato; sin embargo no pasa mucho tiempo antes de que atravesar este estrecho pasadizo se convierta en rutina ante la necesidad de algunas obligaciones caseras que la obligan a cruzarlo con frecuencia. El vacío es el mismo siempre, pero ella deja de ser consciente de ello; ha perdido el miedo y en el transcurso de la película la vemos cruzar una y otra vez sin mayores problemas. El caso es que cuando no hay excesivas razones para ir de acá para allá y uno tiene la posibilidad de pararse a menudo en medio del tablón tendido sobre el vacío, para mirar a los viandantes allá abajo, diminutos en su ir y venir, o simplemente para ver los pájaros o filosofar sobre la vida, uno no puede dejar de sentir cierta sensación de extraña flojera en el estómago. Como me sucede a mí esta mañana.

Llueve intensamente, el sonido sobre la uralita de la cabaña es considerable, y yo, mano sobre mano, me encuentro en cierto modo sobre ese tablón de la película de Borgaze echando una ojeada a la vida (¡qué pesao!). Tarea a veces no muy grata, aunque necesaria. Recuerdo a algunas compañeras del trabajo a las que se les hacían muy largas las vacaciones de verano; una sensación que se parece a ésta del tablón más el aditivo del miedo al aburrimiento. El otro día me contaba una amiga de una compañera de trabajo muy bien situada económicamente, y que eludía jubilarse “por razones económicas”. Hablábamos de ese vacío, del miedo a encontrarse a la vida en cueros, vida sin más, sin agarraderos, sin un lunes que acudir al trabajo, la larga extensión de los días acaso a la caza de algo con que llenar el tiempo (gran ironía esa de necesitar un trabajo no para subsistir económicamente sino para aliviar el alma del aburrimiento... por ejemplo; o acaso de la falta de proyectos personales).

Pero es interesante. Verse sobre el tablón, sentado, con los pies oscilando sobre el vacío. Porque puede que realmente no haya nada en el instante mejor que eso; ni siquiera arreglar la casa, o cortar palitos para encender el fuego, o terminar con alguna tarea postergada desde años, o arreglar aquella habitación que necesita una mano de pintura... Y llegado el momento mirar, sentir de nuevo el vértigo. Ese es el caso de hoy mientras oigo repicar el agua sobre el tejado. Una preciosa mañana de otoño, de las que ya echaba de menos, gris, llena de la profunda alegríatristeza de que está llena esta estación del año, abandonada, tras una intensa fiesta de color como despedida de un año que viene así a morir, a su propia suerte; el ciclo de las reencarnaciones, también en la naturaleza, morir para volver a nacer; del frío, de los árboles desnudos, de la nieve.

Y mirar el otoño me distrae de la idea principal de esta mañana; saber que el vacío se tiende a mis pies... y lo hace acogido por mi mirada melancólica; quizás no muy diferente a como lo podían mirar los trogloditas del Paleolítico, cuando las lluvias prolongadas durante semanas apenas les dejaba otra opción que sentarse en la boca de la cueva y mirar llover. Ayer llovió también un poco; me encontraba sentado en la parcela leyendo (ejercicio último de estos días que consiste en acostumbrarse al frío y sentirse acogido por la tierra que me rodea, por los árboles, por los habitantes de la parcela) y me refugié bajo un alto ligustro que crece en la parte sur; pero el libro se me mojaba y entonces recurrí a refugiarme en una vieja furgoneta rodeada de hiedra donde guardo herramientas. Allí podía imaginarme a ese hombre del Paleolítico, sólo que yo estaba sentado en una silla de plástico y leía a Kafka mientras llovía.

¿Cómo podría asomarme yo a este vacío matinal si estuviera, pongamos por caso, rodeado de chiquillos a los que enseñar esto o lo otro? Imposible; además, para que éstas y parecidas sensaciones se arremolinen junto a uno es necesario una estrecha convivencia con el agua, los árboles, la extrema nostalgia de un día lluvioso de otoño. ¿Sería capaz el hombre del Paleolítico de ver estos vacíos? ¿O precisamente porque no quería verlos inventó a los dioses, la vida ultraterrena, la magia? Hay un koan zen que dice:


Cuando esto es, eso es;

al surgir esto, eso surge;

cuando esto no es, eso no es;

cesando esto, eso cesa.


Escribe Jung que un koan es un medio para crear “una falta casi perfecta de presupuestos conscientes”, lo que a su vez deriva en la posibilidad de ampliar nuestra conciencia a aquellos aspectos de nuestra personalidad más o menos ocultos, o en mejorar nuestra percepción de la realidad en orden a integrarnos en una realidad más global e íntima, que aunque no lleguemos a comprender sí podremos experimentar. En un plano psicológico, concentrarse en un koan puede servir para crear un vacío en la conciencia. De esta manera, la conciencia queda abierta a nuevos contenidos surgiendo del inconsciente. Y me pregunto yo: ¿no será esta mañana con su tablón, su lluvia, el cabizbajo mirar de las hojas de la higuera que tengo delante, un koan cuya percepción suscita hoy en mí un vacío necesario para acceder a un conocimiento de la realidad que no es posible por vía racional?. El caso es que llueve y según voy escribiendo esto, veo alejarse poco a poco esa sensación de vacuidad de hace un rato, y en contraposición surge en mí el recuerdo de aquel haiku:


Llueve. El patito está contento.


(¡Cuántas veces lo habré citado ya...! Y es que es tan bonito y ejemplar...) que tanto se parece a un estado de buena esperanza, porque con él vuelvo a ver llenarse frente a mí el cestillo de las razones que uno necesita para vivir. Quizás comprender que deberían bastarnos cosas así; que aun parándonos en medio del tablón no vamos a sufrir el colapso de una nada que nos bloquee. Y hablando de tablones en el vacío imposible no recordar las aventuras de Oliveira en Rayuela, de Cortázar, tratando de atravesar a la hora de la siesta de un edificio a otro para conseguir la yerba para su mate. Toda una aventura, Oliveira se excusaba:


-No me da el cuero, che. Además sabés muy bien que sufro de horror vacuis.


Todos parecemos sufrir de mayor o menor manera de horror vacuis. Esta mañana me tocó a mí experimentarlo. Curiosamente hablar de ello alivió mi mañana. Llueve. Estoy contento. Espero que estas líneas que escribí como regalo de cumpleaños para mi amiga Raquel la sirvan también a ella para alegrarle un poco el ánimo. Feliz cumple.

Ahora, para terminar, sólo que me queda coger el paraguas, mi cesta de mimbre, perdón, mi cámara, y salir a recolectar algunas imágenes para este post (las setas ya tendrán tiempo de venir).

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