El arte de morir

Estaba al sol oyendo los aspersores, mirando las hojas del plátano caídas sobre el cercano seto de ligustres; el perro se acurrucaba a mis pies y había dejado momentos antes el libro que estaba leyendo sobre la mesa de piedra. El arte de morir, se titulaba el capítulo que había comenzado a leer (Budismo y psicología junguiana). Lo había dejado sobre la mesa porque la mañana era hermosa, un otoño que se prolonga en nuestra parcela en las acacias doradas, que terminó desnudando ya al arce y a los álamos blancos, que quiere prolongarse todavía en los olmos que amarillean levemente, y que parece no sea otoño para los sauces que aun no muestran las señales propias de la estación. Lo había dejado porque había algo en mi ánimo que me invitaba a continuar haciendo nada; porque hoy, después de mi larga caminata de ayer por la sierra de Canencia y tras dejar muy avanzados los trabajos de la parcela en las semanas anteriores, podía permitirme el lujo de seguir los dictados con los que me había despertado, es decir, pasear bajo los árboles, sentarme en posición loto con las manos apoyadas sobre las rodillas y los dedos pulgar y medio unidos, y cuando la espalda empezó a dolerme tumbarme bajo un olmo y colocar mis manos sobre el plexo solar, cerrar los ojos y escuchar los sonidos que había en el aire, trinar de pájaros sobre todo. Dejé el libro sobre la mesa porque presentí que lo que iba a leer, aunque estaba relacionado de algún modo con los devaneos de mi mente, iba a desplazar mi atención y mis sentidos desde el plano sensitivo -los poros tan abiertos esta mañana-, desde mi sensibilidad a un plano conceptual del que tenía menos necesidad en este instante.
Sucedía que hoy, quizás mi largo rato de meditación era la causa de ello, podía mirar algunas cosas de la vida y verlas con claridad; o quizás sería mejor decir palparlas con cierta sensación de certeza, como si pudiera tocar los entramados de esa vida con mis manos y notar la plasticidad de la existencia entre mis dedos, un amor que vuelve en oleadas sucesivas desde la oscuridad como un cadente mar que no duerme; una mirada a lo que hago acompañada con la pregunta también constante de si alguna de esas labores merece la pena, este blog, por ejemplo, una novela a escribir, o incluso esa media docena de libros que leo a ratos y que andan desperdigados por la casa; la muerte, ese tema tan íntimo, tan entrañablemente arraigado en este tiempo final de década que vivo (Montaigne: “Quien enseña a los hombres a morir les enseña a vivir”), y que el otro día, cuando conversaba largamente con mi amiga Raquel en nuestra larga marcha entre el puerto de Navacerrada y la Pedriza, expresaba tan pobremente (sí, que hay temas para los que apenas sirven las palabras); o quizás la razón estaba en la extrema placidez de la mañana de hoy envuelto en los colores y sonidos de nuestra parcela.
Mi perro, Curri, me sigue allá donde voy. se echa a mis pies y dormita o se rasca de vez en cuando. Yo podría hacer lo mismo, disfrutar de la calidez del sol y la armonía de los sonidos, vivir un rato fuera de ese galimatías del tiempo... y envejecer lleno de estas sensaciones inmediatas y terrenas. Podría ser una parte importante del todo de la vida. Mi perro no necesita ordenador, ni libros, y si mañana se muriera tampoco ello le iba a preocupar en exceso. Algo habría que aprender de él
Los insectos atareados,
los caballos color de sol,
los burros color de nube,
las nubes, rocas enormes que no pesan,
los montes como cielos desplomados,
la manada de árboles bebiendo en el arroyo,
todos están ahí, dichosos en su estar,
frente a nosotros que no estamos,
comidos por el amor
comidos, por la muerte.
Octavio Paz
Sin embargo, recuerdo: Kafka, Diarios: “He estado en el cine. He llorado”; Flaubert: “mi novela es la roca donde estoy agarrado y nada sé de lo que sucede en el mundo”; Goethe: “Mi placer de crear es ilimitado”; y Kafka de nuevo: “El entusiasmo ininterrumpido con que leo cosas de Goethe”; y el amor y los deseos que se instalan en la médula de nuestros huesos y nos empujan por aquí y por allí; y... estas y otras zarandajas me distinguen de mi perro, que ahora ronca a mis pies como un bendito (apenas recordando nada, unos pocos rostros). Sí, mi perro y yo somos diferentes; a él le envidio su tranquilidad de ánimo, su indiferencia, aunque es cierto que a él no le cabe la dicha de crear, de enamorarse, de entusiasmarse, de llorar viendo una película; y como consecuencia tampoco es presa de la inquietud que a veces puede sumir en el desasosiego a una vida.
Podemos abogar por una sencillez, huir de las muchas trampas y empeños que actúan en nuestra contra, pero si dejo de escribir, de leer, de interesarme por tantas cosas que me sostienen, lo mismo llega el día que tengo que recurrir a colocarme frente a la televisión para matar el tiempo. Entonces sí que me moriría, en este caso de pena e indiferencia.
Estos días atrás volvía a escuchar a Beethoven, a Sibelius, a Bach; hacía mucho tiempo que no escuchaba música así; sentir la emoción traspasando mu cuerpo, despertando las reminiscencias, provocando y estimulando una honda percepción del mundo y de mí mismo. Anteayer, al pasar por el cuarto de estar me encontré con las imágenes de uno de los programas de Al filo de lo imposible. Hablaba Walter Bonatti, un genio, otro de los grandes artistas de la montaña y que décadas atrás dejó la huella imborrable de una pasión en mi ánimo. Vuelvo a recordar aquello que leí hace unos meses: “Todo lo que importa es ser capaz de morir sin temor. Hasta entonces, bebe tu sake y haz lo que tengas que hacer. Vaga por la tierra, como un león. Y como un león, muere cuando llegue tu hora, sin dejar rastro”. Me conmueve, especialmente hoy que mi sensibilidad anda como perdida entre las ramas de los árboles, hoy que de mañana temprano sentí cercano ese roce de pluma que me hablaba del sinsentido de la vida y que me dejó tan melancólico. Cómo ordenar todo esto en oraciones, párrafos; cómo encontrar el camino de la expresión, decirlo, comunicarlo...
Ahora los aspersores se han callado. Dentro de un poco haré la comida, y es probable que más tarde, con todas estas consideraciones encima me decida, en fin, a continuar con lo que a diario me suele ocupar a estas horas. Mi mañana de hacer nada y de mirar el otoño de mi parcela habrá servido para aquietar el tráfago vital y para contemplar un poco más de cerca lo que me rodea. Será el tiempo de volver a retomar mi lectura, y especialmente ese capítulo sobre el arte de morir. Un arte en que creo y en el que deseo perfeccionarme, porque si alguna vez fuera capaz de acercarme a ese momento con tranquilidad de ánimo, con la serenidad y naturalidad que los hechos de la naturaleza se suceden uno tras otro, querrá decir que mi aprendizaje de la vida habrá sido correcto.

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