El Chorrillo, 31 de octubre
Sololoquio camino del Guadarrama. Lunes. Trenes abarrotados. Ningún excursionistas, todo gente que va al trabajo. Hubo una confusión en los paneles de información y perdí mi tren en Nuevos Ministerios. Busqué un asiento en el andén y me entretuve en mirar a la gente; leí esos carteles que han aparecido estos días en los trenes: “Hazte donante de prensa” (ahora hemos dejado de ser donantes de sangre para convertirnos en donantes de “prensa” –una cuestión por demás de limpieza y de abaratar costos de papel aumentando la circulación-); consulto los horarios,
el próximo tren con destino Cercedilla... me queda casi una hora. La megafonía anunciaba destinos y andenes diferentes. Yo estaba envuelto como tantas veces en mis reflexiones. No trabajar es terreno abonado para practicar esta clase de deporte. Saco mi libro, Diarios, de Kafka, y me sumerjo en la lectura. Al poco me encuentro con esta anotación, correspondiente al 11 de enero de 1911: “Durante estos días he dejado de escribir (amén de por holgazanería) por miedo a traicionar la conciencia de mí mismo”. Kafka piensa que es un miedo justificado porque habría que fijar definitivamente la conciencia de uno mismo, cuando esto pudiera hacerse, con la mayor integridad hasta las últimas consecuencias, porque si no, lo escrito, con la prepotencia de lo fijado, terminaría sustituyendo al autentico sentimiento, provocando la desaparición de éste. Kafka desea conservar impoluta la conciencia de sí mismo, pero no puede dejar testimonio escrito, por miedo a no reflejar con exactitud su pensamiento, ya que con frecuencia “uno reconoce demasiado tarde la futilidad de lo anotado”.
Probablemente tenga razón, y la futilidad de mucho de lo que decimos y escribimos sea abundante; pero acaso sea ese merodear en torno a la realidad el único modo de ir aproximándonos a la comprensión de la misma.
Bendito olvido, me escribía el otro día una amiga; a la que yo respondía con un “bendito tiempo”, tiempo de ahora, presente, porque creía en la bondad de lo que tenemos pese a que su apariencia pueda ser a veces tan poco atractiva. Además, vivir con el dolor del pasado sirve también para purificar nuestras disposiciones, de manera parecida a como que el fuego limpia y ennoblece los metales. Éste era mi leitmotiv en el trayecto de tren que me llevaba a Cotos: el olvido.
Bendito olvido, Dios.
¿bendito no haber vivido?
¿bendito ser de nuevo un folio en blanco,
sin pasión, sin recuerdos, sin anhelos?
¿Qué seremos el día que una pasión, un anhelo, un recuerdo no tire de nosotros hacia adelante? ¿Qué sucedería si mañana mismo olvidáramos absolutamente todo? Toda esa prodigalidad que se hace sobre vivir exclusivamente del presente, ¿no quedaría en mero fantaseo que nos desposeería del acercamiento a la integridad de nuestro propio yo?
Hacía cuarenta y un año que había recorrido el itinerario que pretendía hacer hoy. En cierto modo era una propuesta de reencuentro con el pasado, un penoso fin de semana de invierno en que con dieciocho años y una nula experiencia en montaña me perdí junto a mi compañero Emiliano en la niebla de la sierra bajo las laderas de Cabezas de Hierro. Una vez perdido nuestro rumbo, vagamos la tarde de aquel domingo en una espesa niebla en donde nos fue imposible orientarnos. Nuestro equipo era rudimentario. Cuando se hacía de noche, sentados sobre la nieve, dimos cuenta de nuestras últimas provisiones, unas latas de anchoas convertidas en aquella hora en un bocado de hielo. La nieve era blanda. Anduvimos toda la noche con ella hasta más arriba de la rodilla; de madrugada en dos ocasiones caímos en el río, que nos arrastró algunos metros en la oscuridad. Nos sentábamos cada rato a descansar y nos dábamos golpes para huir de la muerte por congelación, agitábamos nuestros pies y manos, hacíamos un enorme esfuerzo por mantenernos despiertos. Luego hubo un amanecer lívido, todo estaba blanco. En el límite de nuestras fuerzas llegamos a la última nieve. Era agradable pisar el prado verde con nuestros pies totalmente insensibles. Después encontramos el asfalto; llegamos entrada la tarde a Rascafría. Cenamos en un hotel y dormimos acurrucados como dos benditos en la misma cama. Fue mi primer encuentro con la cercanía de la muerte.
¿Por qué un buen día Emiliano y yo decidimos que aquello iba a ser el comienzo de una gran pasión? Nadie nos indujo a ello, simplemente lo descubrimos. Después de que el principio de congelación de mis pies me permitiera volver a caminar, no pensé en otra cosa que volver a la montaña. La amada, de cuyos brazos apenas había salido con vida unas semanas antes, me volvió a recibir una mañana de primavera. ¿Cómo olvidar? Si hubiera hecho caso a mis padres, a mis familiares, a los amigos, y hubiera abandonado aquel amor, nunca habría sido el que soy, amante agradecido de valles y montes, de bosques y de tormentas. Cada vez que emprendo una larga travesía, una ascensión dificultosa, mi amante no duda en hacerme sufrir: sed, dolor de espaldas, extenuación, miedo; principalmente los primeros días, mientras mi cuerpo se acostumbra al suyo, ella me pone a prueba. Mis dos casi recientes travesías en Pirineos y los Alpes fueron así, una primera terrible semana de sufrimiento hasta que mi deficiente entrenamiento y mi adaptación me pusieron en disposición de disfrutar del esplendor del mundo que pisaba. Después hubo días duros, de niebla, de tormenta, de lluvia torrencial toda la jornada; pero no importaba, mi amada y yo estábamos en perfecta sintonía, ya podíamos caminar hasta el otro lado del mar en el Pirineo, o hasta Eslovenia, en los Alpes, sin demasiadas dificultades.
Raramente parece poder conseguirse un placer genuino sin dolor y sufrimiento. Una extraña mezcla que los adictos a las dificultades de la montaña no desconocen. ¿Por qué esto sea así? ¿Y por qué habrá de tener un por qué y no habrá de ser simplemente siendo así, sin necesidad de por qué? Nuestros hábitos de pensar están tan atados a los porqués que parece imposible que podamos prescindir de un Dios, una religión, algo, una esperanza que nos libre de las angustias, un amor en el que acoger nuestra soledad y desamparo, un motivo para vivir. Así debieron de nacer los dioses y la vida ultraterrena, al amparo de nuestro desasosiego, bajo el cobijo de esa fuerza sin aparente cometido, ese pequeño big bang personal sin objeto que se consume en sí mismo. Buumm y ya fuerza pasional, tensión, necesidad de, deseo. Queremos articular, explicar nuestros deseos, cuando quizás no hay apenas nada que explicar, acaso los modos en que la energía vital se expresa. Buumm y después sufrir (o disfrutar) las consecuencias de la honda expansiva, estar disparados, en continuo movimiento, como lo está este planeta; sin finalidad, energía acumulada en permanente movimiento.
Y a continuación ser arrastrados; y no entender que nuestra pasión no es cosa de echarla a un lado cuando queramos, no entender que no es cosa de razón, de antojo; una energía vital, una enorme fuerza magnética se ha puesto en movimiento y somos envueltos, arrastrados; no hay entonces razón capaz de hacernos salir de la órbita para encontrar ese lugar apacible a la sombra de un árbol junto al cual un arroyo rumorea su tranquila indiferencia.
¿No son manifestaciones de todo esto enamorarse, vivir una pasión, un ambicioso proyecto? La tiranía del poder, la ambición del dinero, del triunfo, la fama, todas las fuerzas que empujan al hombre, fuerzas ciegas que nos arrastran y en las que vamos consumiendo esa energía de que estamos poseídos y que se manifiesta tan de diferente manera en el ser humano: amor, destrucción, odio, poder, solidaridad, ese largo etcétera...? Si todo en el universo sigue unas pautas físicas carentes de finalidad donde la energía incide constantemente en la materia bajo una forma u otra, no parece disparatado pensar que suceda algo parecido con esa otra energía que mueve nuestras vidas, en cuyo interior aparecemos frecuentemente como despistados turistas agarrados a un rudimentario mapa en el que no llegamos a orientarnos. Sucede como si la energía desplegada en nosotros, de una manera similar a como sucede en el universo, llegada a cierto punto no fuera posible pararla, y en el caso de intentarlo ésta fuera capaz de desbordar nuestro psiquismo o quebrantar nuestra salud.
Y sin embargo todo ese despilfarro energético no es otra cosa que nuestra propia vida. Y aún más, lo que prolonga como en un feedback nuestras existencia, porque es fácil que suceda como en el campo de la física, que unas energías se transformen en otras; y así, los desafueros energéticos de nuestra alma se hagan pura literatura, pura música (nada más hay que echar una ojeada a la historia de la literatura o de la música para conocer los débitos que ellas tienen con el dolor, el amor, las distintas pasiones que engendradas por los autores, dieron lugar a notorias obras de arte); y al hacerse literatura, convertir el deseo de escribir en un tocarle los huevos a la realidad, aunque sea a costa de experimentar cómo se hunde la punta del cuchillo en el propio cuerpo. Con lo cual una razón más para no arrepentirse de haber pasado por el angosto espacio del desasosiego, en no pocas ocasiones el padre y la madre de muchas obras de arte. Además, el desasosiego nos descubre ante nosotros al yo que no conocíamos, nos muestra su estrafalaria vestimenta de noche, nuestra bondad, nuestros monstruos, los sueños que duermen inquietos en nuestro interior. Así que casi queda dar las gracias por ese bendito muestrario que nos ofrece, un espectáculo y un conocimiento que nos perderíamos si nuestra vida se balanceara en medio de una calma chicha.
En esta ocasión el valle de Lozoya era un solitario y apacible rincón del mundo. Antes de hundirme en el fondo del bosque, miré con reconocimiento a aquellas cumbres de Cabeza de Hierro que cuatro décadas antes fueron capaces de hacer germinar en mí un amor a la naturaleza que me habrá de durar toda la vida; después entré en el pinar y llegué al río. Era extremadamente placentero caminar junto al agua en otro tiempo helada, peligrosa, abierta como boca de lobo en la noche; después de dos horas empezaron a aparecer las hayas doradas (sólo unas pocas), los prados llenos de frío junto agua, los robles con la oxidada herrumbre de sus hojas. Junto a El Paular el camino cruzó el río y ya fue un corto paseo hasta Rascafría sobre un suelo dorado que otoñaba lleno de sol.
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