De la dificultad de vivir sin hacer la puñeta a nadie

El Chorrillo, 28 de octubre
Entre los dieciocho y los veintitantos años mis fines de semana y las vacaciones de verano trascurrieron inmersos en una tempestuosa pasión por la montaña. Un tiempo en que desaparecía de casa y en el que no existía para mí otra cosa que el riesgo de la escalada o la posibilidad de recorrer algún rincón de las montañas de Europa. Han tenido que transcurrir muchos años para que fuera realmente consciente de lo que esto significaba para mi madre, que domingo tras domingo acompañaba su inquietud y su miedo, esperándome, fuera cual fuera la hora de la madrugada, sentada junto a la mesa camilla en el cuarto de estar. Mi ausencia creaba una inquietud y un miedo en mi madre que yo no asumí hasta décadas después. Se podrían citar montones de ejemplos similares. Deberíamos dejar de desear para que estas cosas dejaran de suceder.
El título de este post suena un tanto extraño pero apunta a una idea que es totalmente cierta; raramente pasa una temporada sin que de una manera u otra nos sorprendamos a nosotros mismos como causantes de alguna zozobra ajena. Por mucho que uno vaya con cuidado, atienda a las señales de tráfico, dé amablemente los buenos días a los vecinos o a los compañeros del trabajo, a la vuelta de cualquier esquina queda siempre la posibilidad de encontrarnos con algo que, nuestro despiste, nuestra manera de ver el mundo, nuestro simple modo de relacionarnos, va a perturbar a un tercero. Y no basta quedarse con los brazos cruzados, tratar de pasar desapercibido, extremar la atención con los demás, porque también por omisión podemos llegar a la misma situación.
Deben ser cosas de la edad; a uno le gustaría no disgustar a nadie, no alterar ningún orden, vivir apaciblemente los días, y sin embargo, sin ni siquiera meterse en política, siendo indiferente a éste o aquel partido, dejando a los católicos con sus misas, a las multinacionales con sus beneficios, haciendo la vista gorda cuando alguien pretende acalorar nuestro ánimo, ni siquiera así uno está libre de la trampa de la culpa. La edad ayuda a recuperar una cierta humildad, a ser cautos, a descubrir en nuestros actos aquello que es capaz de producir dolor en el otro; ayuda, pero no digo que lo evite. A veces es tan fuerte la necesidad de no ser señalado, de pasar desapercibido, de no ser recriminado, que uno estaría dispuesto realmente a no decir esta boca es mía desde la mañana a la noche a lo largo del año.
Si todo esto es así es porque nos movemos en un mundo inarmónico y descabalado; un pequeño caos rodea a los individuos y sus circunstancias; los intereses de cada uno, los afectos, las verdades que cada cual sostiene, los deseos, las pasiones, las expectativas; todo eso, puesto en el hermético recipiente de la realidad cotidiana no deja de convertirse en algún momento en una bomba de relojería.
¿De qué estoy hablando? De todo, de los problemas del trabajo en donde intereses contrapuestos terminan alterando nuestras buenas disposiciones; de que no es dado mirar limpiamente el paisaje humano, porque enseguida aturullarán al celoso o a la celosa de turno; de las relaciones de vecindad mezcladas con el conflicto que generan mis derechos en relación a los tuyos; de que ni siquiera serás libre para sentir y pensar como te plazca a no ser que guardes un sepulcral silencio, ya que es muy posible que si lo que piensas o sientes difiere de lo que piensa y siente tu vecino estaremos en el camino del conflicto; de nosotros de quien se espera esto y lo otro, y cuando ello no es posible, etc., lo mismo.
Si no quieres dolor no deberías moverte, no deberías enamorarte, tener hijos, comprarte un piso; todas estas cosas hacen peligrar el equilibrio interior, nos someten a presiones “indeseables”. Así que mejor convertirse en piedra; no anhelar, decir sí a todo, no hacer nada que pueda molestar a nadie, ni siquiera permitir que alguien te tome aprecio, no vaya a ser que ese aprecio se convierta a la larga en una camisa de fuerza, en un cejijunto juez que te recriminará cualquier desvarío ocasional (ayer sin ir más lejos las dificultades de Marcello MastroiaNni con su pareja, en La doce vita, de Fellini). La inquietud ronda a cada paso en nuestras vidas, nos advierte de los peligros del camino que hemos elegido; y naturalmente de los peligros a los que están sometidos aquellos a los que queremos. Una difícil encrucijada.
Hoy temprano recibí un correo de mi amigo Ignacio; posa junto a su hija tras una cosecha de membrillos, los membrillos de la suerte se titula su email. Viendo su aspecto reposado de hombre dedicado a la montaña y a su familia me pregunto si él pasará también por este túnel de inquietud en que yo parece que pretendo convertir una parte de la realidad cotidiana. No, no es posible, me digo, pero acaso si él me mirara a mí mismo en otra fotografía similar que él pudiera recibir de mí, diría otro tanto. Todos solemos tener un aspecto tan saludable a veces, que parece mentira que los problemas nos ronden por dentro. Y es que acaso sí es cierto que hay realidades en la vida de cada uno, actitudes, hechos a veces diminutos, que nos afectan en mayor o menor escala y a los que aun no prestándoles mayor atención terminan por despertarnos golpeando el hierro de su aldaba sobre nuestra placidez para decirnos simplemente que hay algo que no marcha. El dios de las pequeñas cosas suele andar por ahí dándonos en el hombro y diciéndonos, cuidado, amigo, ojo al canto.
¿Que resultado obtendríamos, por ejemplo, si nos hiciéramos esta simple pregunta?: ¿cuántos a nuestro alrededor pueden ser objeto de un dolor producido acaso por nuestra conducta?
¿Y?
Un enunciado más sobre la complejidad, nada es simple, nos aproximamos a la realidad y a la vida a veces tan en pañales que da rubor descubrir al cabo de los años nuestros numerosos errores, nuestra falta de consciencia o nuestra dificultad para comprender a los demás. Ya lo dijo un autor clásico: me explicaré como pueda, no hablaré de lo cierto y lo definitivo, sino que por medio de conjeturas buscaré lo probable. Y lo probable apunta a la necesidad de una mayor consciencia en nuestros actos, y en ese caso más me vale haber tardado quince años en descubrir la inquietud y el dolor de mi madre, que no haber sido consciente de ello jamás. Una reflexión que me acerca a ella, aunque ya no viva.
Sin embargo queda una cuestión sin resolver, ya que del hecho de que nuestra conducta puede ser objeto de dolor para otros, no puede deducirse inmediatamente que ello deba ser razón para anular dicha conducta. Si en mi caso concreto alguno de mis hijos se hubiera propuesto hacer actividades deportivas peligrosas, sin duda que el hecho me habría producido cierta zozobra, que en ningún caso habría tratado de anular recurriendo a hacerle cambiar de opinión. Sucede otro tanto con el amor; nadie ignora la fuente de dolor que supone querer a alguien y no por ello se evitan las situaciones que lo anuncian.
Ocurre como si el dolor fuera connatural a la vida, y esencialmente a la vida con cierto grado de plenitud. Aun siendo consciente de la inquietud que levantaba en mi madre yo no podría haber dejado de practicar alpinismo de dificultad, de la misma manera que no puedo encerrarme en la soledad para evitar los peligros, el dolor, que puede acompañar a una relación sentimental. ¿Dolor? No, gracias, me escribía alguien hace tiempo. Lo decía con demasiada seguridad; había sufrido y ahora quería una santa paz... sin embargo no era capaz de dejar de desear. ¿Cómo se como eso? Ya oímos a Buda hace muchos siglos, el deseo engendra dolor. No hay cáscaras. Pensar lo contrario sería descubrir la cuadratura del círculo.
Sólo queda poner remedio allá donde se pueda... que acaso no sea en la mayoría de las circunstancias, porque en cualquier caso es fácil que nuestros deseos entren en conflicto con los de los otros a la vuelta de la esquina, cuando no con alguna otra parte de nuestro yo. Todo dependerá de saber qué tipo de armonía buscamos, y qué grado de conflictividad nuestra necesidad vital está dispuesta a soportar.

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