
La película me recordaba aquella otra de Bergman: Secretos de un matrimonio, ese dramático revés que sigue a la presentación modélica de una pareja que experimenta la autosatisfacción del matrimonio modélico, justo hasta el momento antes en que todo empieza a saltar por los aires. Y recuerdo un ejemplo que conozco de cerca, una mujer muy afianzada en su matrimonio que un buen día se despierta y encuentra sobre la cama una nota de su marido, “me voy, no vuelvo más, adiós”, y del que más tarde sólo supo a través del abogado que tramitaría la solicitud de divorcio.
La pareja de ayer, cuando se cierra el telón, no parece que vayan a establecer cambios importantes en sus vidas. La felicidad está en otra parte, ambos lo saben, sin embargo no parece que ninguno de ellos, después de pasado ese arranque pasional que puede mandar al carajo todo, vayan a buscar una nueva salida a la situación.
A mí me deprimía comprobar una vez más cómo esos momentos de lucidez que nos asaltan a todo el mundo en algún momento de la vida y que pueden dar lugar a una vida nueva más acorde con nuestro ser, por unas razones u otras se ven abocadas a la continuidad de una convivencia gris. Pese a la ambigüedad con que concluye la cinta, el film deja un inevitable regusto de amarga desesperanza; quizás aquella misma noche vuelvan a dormir juntos; o acaso no. Cuando él ya había decidido el divorcio y vuelve al hogar una tarde, se encuentra la casa revuelta y la sombra de un hombre que huye por la ventana del dormitorio; aquello parece demasiado para su amor propio, el gogó ha hecho con su mujer lo que ella no consintió hacer con él en los últimos años. ¿Su amor propio mancillado se ve obligado a asumir el papel de marido, o acaso en aquellas circunstancias ve lo que antes no fue capaz y entonces la complejidad de los vínculos muestran aspectos que hasta ahora aparecían escondidos tras la opacidad del descontento? Me inclino a creer que su reacción no será otra que armarse de paciencia y dar continuidad a un matrimonio acabado; después intentará olvidarse de Jeannie, la mujer a la que deseaba unirse días atrás.
El desenlace en la película de Bergman es muy diferente, en realidad el tiempo que transcurre en Faces hasta el momento de la separación es sólo en Secretos de un matrimonio la introducción a la historia que se desarrollará a lo largo del film. La decisión de abandonar el hogar del protagonista se consolida, no obstante, pese al mar de dudas que asaltan al personaje, pese a los problemas que lo asaltan; una pasión que incluso llega a adquirir tintes patéticos, que destruirá el matrimonio y que le sumirá en una situación de dolor y soledad desgarradora. Bergman dijo de esta película que tardó dos meses en escribir aquellas escenas y toda la vida en experimentarlas. En las varias veces que vi esta película a lo largo de treinta años, El hombre Johan, fue para mí la representación estremecedora de cómo las pasiones y las contradicciones pueden zarandear a un ser humano hasta el punto de hacer de él un guiñapo; y no obstante sabiéndolo no poder hacer nada sino persistir en esa pasión fuera de toda realidad; y sabiéndolo, tener el valor de abandonar el acogedor calor del matrimonio y las consideraciones sociales que le acompañan para seguir lo que es la llamada de un nuevo amor que despertó en él una pasión comedida pero determinante. El valor de responder a la llamada y echar por la borda todo, tal como lo plantea la película, me parece un gesto heroico; una palabra que quizás pueda parecer poco adecuada, pero que a mí, dentro de la epopeya personal que cada uno vive me parece totalmente adecuada. La lucha de Johan a lo largo de la película me parece mucho más significativa que la de aquellos héroes que pasaron años partiéndose el alma y el cuerpo frente a Troya a causa de Helena. Al protagonista de Faces le falta tal determinación, se ve envuelto en problemas colaterales que le distraen del asunto principal, encontrarse con una esposa adúltera, pese a que ya había decidido el divorcio alenta una contrariedad que lo aleja de su objeto amoroso recién abandonado. Su pasión es de otro rango, es la frialdad de su mujer lo que le dispone a buscar fuera de casa lo que no encuentra en ella. Johan por el contrario es una víctima de la pasión, se la encuentra sin más y no duda entonces en entregarse a ella decididamente por encima de toda otra consideración.
Bergman retoma treinta años después el final de Secretos de un matrimonio para escribir Saraband, otra joya tan dura como la primera, sin concesiones, descarnada y desgarradora que muestra el reencuentro después de esas tres décadas de los protagonistas de la primera película. Uno viendo esta última sale con la impresión de que la vida no puede ser de otro modo, que la pasión, aunque esté abocada al fracaso, está por encima de cualquier otra reflexión, debe seguir su propio camino, su designio.
Parafraseando a Hegel, que escribió que basta sólo el riesgo para realizar al ser humano, y que añadía que el ser que ha arriesgado su vida y escapa a la muerte puede vivir humanamente, a uno le entran ganas de decir que aquel que arriesga su vida siguiendo el impulso de una pasión, por más que ésta pueda llevarle a la desesperación y al desgarro, lo que está haciendo es vivir auténticamente su humanidad, sigue el designio de la llamada más genuina de su ser interior. “La libertad sólo se conserva arriesgando la propia vida”, se dice en La fenomenología del espíritu; lo que significa asumir los riesgos que implican seguir los propios designios, lo que el dictado de nuestra mismidad elabora con el jugo de su propia sustancia.
Hacer afirmaciones en éste o en parecido contexto no tienen otro valor que el mostrar la sugerencia de las ideas que revolotean en torno a uno, y acaso, y más importante, escribir esas afirmaciones sean un acto de intentar comprender algo más esas paradojas en las que tarde o temprano todos nos vemos implicados. Si haciendo estas o parecidas reflexiones logras entender algo, un poco siquiera, algo que antes no comprendías, el esfuerzo por haberte acercado a ello con las palabras estará compensado. El escribir y el experimentar son cuestiones diferentes, pero guardan cierta relación simbiótica interesante.
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