
Y el falso amor y el yo yo yo terminan por generar odio alrededor; y entonces el odio debe ser ahogado con la enseña del amor y con la fuerza de la razón... pero entonces el esfuerzo se hace vano porque el amor sólo está en las palabras, en un sentimiento frustrado por encarnar algo que al ser movido por un sentimiento de culpa termina hablando de la naturaleza demoníaca de nuestro empeño dejando al descubierto el vacío que se ha ido abriendo con los años; vacío que se corresponde con el empeño en que el personaje se ha dedicado a su proyecto personal.
Es terrible descubrir todo esto en el personaje que encarna Ingrid Bergman. Esos insistentes primeros planos donde el rostro de la madre y la hija llenan la pantalla, sin matices, permanentemente dispuestos a no hacer concesiones, haciendo crecer el horror y la magnitud de la equivocación, del tiempo perdido, del desafecto. Padres e hijos que no se tocan, labios que apenas rozaron unas pocas veces las mejillas de los otros. Tanta necesidad de amor y ternura y sin embargo de hecho cuánta distancia.
No creo que sea posible transcribir los guiones de Bergman al área mediterránea, donde la efusión de los amores y la cercanía de los hijos parece que se manifiestan de manera muy diferente, ya que hay matices de los que la latitud geográfica y el clima parecen ser culpables, sin embargo la capacidad de éstos para penetrar y poner de relieve la conflictividad personal y la de la relación entre la pareja o de los padres con los hijos es absolutamente asombrosa. Es estremecedor contemplar cómo en este encuentro entre Liv Ulman e Ingrid Bergman, como si de una terrible partitura se tratara, se van añadiendo secuencia a secuencia registros cada vez más dolorosos, más incisivos como puñales asestados sobre la voluntad de la madre o de la hija. Imagino que no deben existir en la historia del cine muchos duelos de esta calidad, tan terribles, tan magníficos cinematográficamente, acaso tan reales.
De todos modos de la misma manera que Bergman no existe en la historia del cine para muchos espectadores, también es posible que estos conflictos sean una aburrida manera de llenar unos rollos de celuloide. ¿A qué machacarnos los ojos con profundidades absurdas cuando el objeto del cine debe de ser esencialmente procurar una diversión? Es fácil que las disecciones de Bergman no gusten; su adustez, su falta de humor, ese comportarse como si desentrañar continuamente la vida fuera la esencia del cine, está reñido con la necesidad de diversión de que andamos aquejados, no gusta (a muchos, quiero decir); se prefiere una forma más light de acercarse a los problemas, alguien que nos haga ver también la cara humorística de los conflictos, como es el caso de Woody Allen, que siendo admirador de Bergman tiene su propio lenguaje.
La vida corriente se para siempre donde empieza esta película. En la mayoría de las vidas no existe el conflicto. La madre llega de visita a casa de la hija y, ésta, haciendo de tripas corazón, atiende a la madre, le pone buena cara, evita tocar temas espinosos, y tres o cuatro días después la acompaña al aeropuerto y en paz; la historia ha terminado. Es la política del no conflicto, aquí no pasa nunca nada. Yo he tenido muchos alumnos que algún día, cuando hayan pasado muchos años, deberían coger una buena tarde a sus padres y explicarles de pe a pa la cantidad de desbarajustes que cometieron con ellos durante la infancia; el desafecto escondido tras toneladas de regalos, el abandono, la proyección de sus miedos en los hijos, los padres que son ajenos a los intereses de la educación de sus hijos y que hacen de su paternidad un ejercicio de consumo. Aquí tampoco existe conflictos.
Cuando precisamente la existencia del conflicto es inevitable; y no queriéndolo sabemos no obstante que los conflictos y su enfrentamiento son casi la única herramienta de que disponemos para analizar nuestros actos y sentimientos, que entrando en relación con otros actos y otros sentimientos crearán zonas de fricción que de no ser revisadas terminarán por estallar por algún lado. Vivir en la superficie de la vida sin prestarle atención al movimiento submarino que subyace bajo la piel, más allá de las apariencias, es un pecado mortal que comúnmente se paga con el fuego de algún infierno por venir. Es el caso las protagonistas de la película de Bergman.
No es recomendable que padres e hijos se atrevan a acercarse a “las fronteras de guerra”, y acaso ni siquiera sea conveniente cuando lo único que queda es vaciar la amargura de echarse en cara desamor y egoísmo; sin embargo sí parece posible que, reconociendo nuestra capacidad para generar conflicto o nuestra disposición para vivir envuelto en ese yo yo yo que hace difícil el acceso al otro, pudiera entrarse en el camino de enderezar entuertos antes de que estos sean voluminosos en exceso.
Mirar la vida desde el objetivo de la cámara de Bergman es demoledor casi siempre, pero es que la vida es así, muchas existencias son así, y no se puede renunciar a la vida, de la misma manera que no se puede renunciar al dolor; al menos si lo que queremos es vivir un poco más allá una mediocridad inconsciente.
Fantástico
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