
Yo sabía que era una de las películas de Bergman que más me habían gustado. Mi razón no sabía por qué, pero sin embargo sí lo sabía mi intuición, esa parte de mí en la que no quedan registrados hecho tangibles pero que sin causa por medio transmite la certeza de una convicción. Algo que sucede con frecuencia en otros muchos aspectos de la vida y que sin lugar a duda habla de cierta incompatibilidad o diferencia que se produce entre los órganos usualmente reconocidos como cognitivos por antonomasia y aquellos otros que se abastecen de impresiones ambiguas e inaprensible, que sin poder ser traducidos en términos de causa efecto puede tener para el individuo una importancia mucho más relevante que la primera. Esa parte de nosotros que aflora en cualquier rincón del día inesperadamente y despierta nuestra tristeza hasta convertir el día en un pozo de melancolía, o que aventa lo mejor de nosotros y nos convence al día siguiente del magnífico regalo que es vivir, o que vive la dicha del amor, o... todo eso que es lo que sustancialmente nos interesa.
Me sucede con todo lo que he visto de Bergman, no sé si porque este hombre es genial y sabe expresar las pasiones, las emociones humanas como pocos directores han sido capaces de hacerlo, o si acaso el ambiente, el modo de decir, la manera en cómo es capaz de llegar a engendrar la conflictividad dentro de la conflictividad, hacen que ponerme a ver una de sus películas dispongan de antemano a mi organismo de una manera especial. Algo que no es en absoluto anodino, porque eso de que el organismo venga ya preparado, con los jugos gástricos en disposición, el mantel sobre la mesa, las viandas a la expectativa es algo que hacen que las emociones a la fuerza se sientan dispuestas a saltar en cualquier momento. Sucede algo parecido con la música; sacas unas entradas para el Auditorio con semanas de antelación y luego llega el día del concierto y te pilla plano, o espeso como dicen ahora, y entonces la música, con ser el escenario el idóneo y la orquesta impecable, no llega a suscitar la emoción que esa misma música puede arrancar de ti si la escuchaste en casa en cierto momento en que tu cuerpo te la estaba pidiendo como agua de mayo.
He viajado por los países escandinavos durante tres veranos alejados de sí unos de otros y siempre aquel paisaje de abedules y extensos abetales y de mar de plomo surgiendo entre los fiordos llenos de lluvia o niebla tuvo sobre mí una influencia determinante. No sabría decir en qué se concreta exactamente ello, pero es así; me sucede algo parecido con la obra de Bergman, con la pintura de Munch o incluso con ese algo de fatalidad que flota en la obra de Strindberg. Si me dieran a elegir entre una vida divertida y otra simplemente intensa, sin duda optaría por la segunda, aunque ésta estuviera poblada de dolor. Citaba no hace mucho a Cioran: “La única arma contra la mediocridad es el sufrimiento... Toda la angustia que sigue al dolor mantiene al hombre en una tensión tal que ya no puede ser en lo sucesivo mediocre”. Es una afirmación que puede encontrarse en casi todo el cine de Bergman que conozco. Bajo la apariencia de un entorno doméstico burgués y convencional, que se nos presenta como sin fisura, a los pocos minutos de iniciarse el film empieza a aparecer las turbulencias de la vida de las personas y de las relaciones que constituirán enseguida el eje central de la obra.
En esta ocasión la película del hombre que arreglaba el tejado y de la habitación llena de libros era Pasión. Cuando puse la película, las llamas de la chimenea se reflejaban en el monitor creando ya de entrada el ambiente propicio, ese calor que se aprecia más en los países del frío y la lluvia, no sabía todavía que esa era precisamente aquella película que había volado de mi memoria pero que retenía fielmente un tejado, una biblioteca y una inundación de luz. Fue un encuentro agradable.
No veo mucho cine, pero el que frecuento suele suscitar en mí emociones duraderas; a veces me sorprendo durante días merodeando en torno a los personajes o a alguna escena en particular. Cuando veo cómo mi compañera de viaje se arma día tras día con una película sin que haya excepción que valga, me sorprende. A mí no me caben tantas emociones seguidas, necesito tiempo para volver a ellas, para dejar que circulen por mi interior. Vivir la desolada desesperanza de Pasión no es algo que tenga que ver con un análisis psicológico de personas o situaciones, nada en relación con un conocimiento racional o etiológico; siento que en estas películas sobran las deducciones, las “enseñanzas”, uno siente que todo lo que sucede en escena es verdad, tan verdad como Hirosima o cualquier desgracia que le puede acaecer a uno, verdad que absorbe nuestro cuerpo, que empapa nuestra alma y hace que suframos, que nos sintamos solidarios con los que sufren, con esa mujer inmersa en una pasión contradictoria devoradora, con ese hombre abrumado por el peso de su propio yo, que nos sintamos solidarios y comprensivos con nosotros mismos, también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios