
Hoy soy más gnomo que nunca después de pasarme media tarde columpiándome en mi hamaca leyendo a Henri Bosco, un librito infantil que se titula El niño y el río; una joya, por cierto. El niño, que se llama Pascal, se ha escapado de su casa y ahora vive en el río acompañado de un amigo. Pascal y su amigo Gatzo habitan allá entre la garcetas y los colibríes; pescan y tienen un fuego pequeñito en una olla de barro en donde cocinan sus peces; uno es dado a la ensoñación, el otro es un chico práctico que sabe velar por la seguridad de ambos, que provee a Pascal de los conocimientos que requieren la vida alejada de la civilización.
Sí, miedo me da salir de mi burbuja y encontrarme con el mundo, y en mi caso con más razón que Gatzo y Pascal, porque yo a fin de cuentas ya viví al otro lado del río durante mucho muchísimo tiempo y si me he pasado a esta orilla ha sido porque encuentro en ella un modo de vida que me satisface mucho más que aquella de la otra ribera.
Hace mucho años leí un relato de Hemingway que narraba una experiencia parecida junto a otro gran río. Su recuerdo siempre me produjo un placer muy especial, la soledad, la pesca, el fuego junto al vivac. De aquel libro debió de nacer a mis veinte años el proyecto de pasar un verano sobre una balsa de troncos en el norte de Escandinavia, un viaje mixto de motocicleta y navegación que no se cumplió pero que sí fue sustituido al año siguiente con otro en un dos caballos con mi recién encontrada amiga Raquel. En este mismo ambiente de los ríos también estaban las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Por mi infancia y adolescencia siempre hubo ríos, el más notorio de los cuales fue siempre el Alberche, en el que transcurrieron muchos de mis primeros años de vida. Ahora, con Henri Bosco, ese río, que son todos los otros ríos que visité y junto a los que viví, se ha convertido en una bella metáfora que recoge parte de mis últimas reflexiones en torno a la realidad.
Es propio del ser humano querer vivir aventuras maravillosas, sean éstas en selvas o lugares remotos, o bien tengan como escenario el exclusivo reducto de un espacio interior que no necesite más allá de unos pocos metros cuadrados, en cuyo caso las emociones, de igual o mayor valía que las otras, se desarrollan en el vasto espacio del alma de cada uno. Lo que confirmado da pie a servirse de esta última posibilidad para seguir reviviendo ese clima de aventura que tan caro le es a mi organismo; aunque, es verdad, para ello deba convivir en estrecha relación con un material onírico que aunque se abastezca mental, y a veces ilusoriamente, en parte del mundo del otro lado de la orilla del río, cumple su función de mantenerme despierto y con una discreta emoción encima. No en vano la mayoría de los grandes viajes han sido siempre grandes viajes al centro de uno mismo, y si no échese mano de obras como la de Celine , Viaje al fin de la noche, o El corazón de las Tinieblas, de Joseph Conrad, para constatarlo.
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