Esta facultad de estar aquí y allí indistintamente no es algo que provenga de ningún beneficio secular relacionado con la gracia divina o algo parecido, simplemente tiene que ver con mi disposición última empeñada en viajar por el mundo sin moverme de casa. Descubrí que no siempre el ánimo o el cuerpo está para andar de camino o viviendo entre una estación de tren o un aeropuerto, pero como el afán de volver a visitar algún país no se me quietaba de encima inventé la forma de hacerlo sin moverme de mi cabaña.
Y esa es parte de la tarea de este recién comenzado invierno. Como sucede con frecuencia que el tiempo vuela y cuando uno anda por ahí se entera sólo a medias de lo que está sucediendo alrededor, porque dos o cinco sentidos no dan para mucho en ocasiones, un buen ejercicio para enterarse un poco más y vivir de paso tanto lo que no se vivió como para recrear lo que nos escapo, quizás consista en hacerlo mental y retrospectivamente de la mano de los apuntes y de las diapositivas que fueron quedando por ahí en algún lugar de la casa, silenciosos y cubiertos de polvo, como el arpa de Bécquer, esperando una mano de nieve que sepa arrancar algunas notas de aquello.
La verdad es que el pasado se nos va de las manos sin que en ocasiones nos haya dado tiempo a enterarnos suficientemente de lo que estaba sucediendo, de ahí mi afición a desempolvar en forma de libros o blogs parte de esa existencia que a veces uno no tiene tiempo de experimentar cuando está en medio de la fiesta. Además, qué leñe, que mejor cosa que volver a repasar con los ojos de niño los escaparates de la Mallorquina donde el olor de los pasteles salía siempre de los resquicios de las puertas como una golosa promesa, si, la magdalena de Proust; una delicia ver desfilar de vez en cuando por el fondo de los ojos el perfume que los años y sus circunstancias van dejando como maravilloso rastro; ver aparecer entre bambalinas todo este espectáculo es además algo muy apropiado para un principio de invierno.
De ahí el correo de Ignacio preguntándome si es que andaba por Méjico; y la verdad es que sí andaba por Méjico, aunque no “de cuerpo presente”, porque mi cuerpo estaba aquí aunque mi espíritu estuviera allí o en Bolivia tratando de recuperar la memoria de un año de vagabundeo por América
Andaba yo pensando estos días que acaso debería dejar de aparecer por estos pagos y centrarme en otras cosas de mayor provecho; vamos, que últimamente empieza a hacerme no tanta gracia esta adicción a pegar la hebra con mi propia sombra al calor de la beneficencia de este blogger.
¿Pa qué? Sí, pa qué tantas palabras, pa qué tantas cosas, como aquella historia que conté hace tiempo en algún lado. Al final tarde o temprano siempre aparece un paqué en tu vida, incluso, imagino, habrían aparecido si cuando era niño y pasaba a diario por los escaparates de la pastelería de La Mallorquina de Sol, al pastelero de ocasión se le hubiera ocurrido regalarme un buen pedazo de aquel escaparate lleno de dulces de todos los colores; mi glotonería de entonces, regularmente satisfecha, seguro que habría encontrado al poco tiempo otro objeto en que centrar su atención; no hay quien resista comer cocido durante un mes seguido por más que sea aficionado a los garbanzos.
Somos como niños, es verdad. O acaso es que el ser humano no es de otra manera; que no es de otro modo el funcionamiento del cerebro. Unas cosas van sucediendo a otras. Todo acaba. Joder, eso de todo acaba me lo dijo hace tiempo una mujer que tras la desolación de un naufragio sentimental pretendía poner su dolor a buen recaudo sin conseguirlo en absoluto.
Quizás porque todo acaba, incluso, o sobre todo, la vida, necesitamos correr contra el tiempo y recordar, recordar intensamente, vivir una y otra vez nuestra existencia, para así gorditos y satisfechos tomarnos un respiro y, desde alguna de las cumbres del camino, poder contemplar el mundo con un mínimo de benevolencia.
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