A good traveler has no fixed plan and is not fixing on arriving. Lao Tsé

De repente me había sorprendido a mí mismo barajando la posibilidad de viajar en primavera por Japón; era un impulso que provenía de la lectura de Murakami, que a su vez había suscitado el recuerdo de alguna película de Kurosawa. Algunos autores japoneses se habían agolpado en mi memoria convirtiendo su recuerdo en un trampolín que abría mi curiosidad hacia un país que era también la patria de Misima, de Kenzaburu Oé, la de la brutalidad nipona en la guerra del Pacífico, la tierra de la silueta del Fujiyama. La mayor parte del día la había empleado en resolver algunos problemas de la instalación eléctrica de la casa y, a última hora, aburrido del embrollo de los cables, había decidido dejarlo para el día siguiente. No tenía ganas de leer esa tarde, así que me eché en sillón, estiré las piernas sobre el baúl de anea y, cerrando los ojos, me dejé llevar por el cansancio y el deseo de echar una cabezada. Mientras, el sol se abría paso con poco éxito sobre un horizonte cubierto de nubes. Había sido un día de intenso frío y ahora que el cuarto estaba suficientemente caldeado era agradable dejarse llevar por
la somnolencia. El recurrente recuerdo de X parecía que seguía remitiendo. Esa fue la apreciación que me sirvió de marco antes de que quedara profundamente dormido. Cuando media hora después me desperté, el sol era una llama sobre un horizonte cubierto de pesadas nubes.
Después volví a la lectura de Tokio blues, de Haruki Murakami. Había detalles en el relato que suscitaban en mí una necesidad de buscar esa clase de reencuentro personal que el protagonista está a punto de conseguir cuando visita a su amiga Naoko. O quizás mejor valdría decir necesidad de encuentro con la realidad simplemente, ya que estas alturas no estaba de más reconocer que cada vez era más frecuente recordar como quien lo hace bajo la vigilancia escrutadora y escéptica de alguien que ya no cree excesivamente en sus propias apreciaciones; eso que sucede cuando la vida empieza a pasar facturas invitando como consecuencia deferentemente a revisar los actos de la vida.


Preveo que me costará años todavía deshacer el laberinto de tantas madejas e hilos enmarañados tan fenomenalmente en el cesto de mimbre que es mi cerebro. Un bonito entretenimiento para el resto de
la vida. Hoy el campo todavía está nevado, una suave niebla lo viste de frío e intemporalidad; el mundo es un espacio inhóspito y bello más allá de la ventana de mi cabaña. Estoy triste, soy el hombre triste, como rezaba el título de una fotografía de García Alix en el Reina Sofía hace días, como escribí alguna vez, esos versos que fui dejando a lo largo del otoño como un reguero de contradicciones, de dolor, de amor. A veces me jode ser el hombre triste, el hombre solitario, el hombre desorientado, pero también hay otras muchas ocasiones en que la tristeza es tan honda y penetra tan profundamente en mi ser que dudo que ella y yo seamos cosas diferentes. Entonces, reconociéndome en ella, experimento a través de la tristeza la sensación de una enorme sintonía con la vida que no creo fuera posible alcanzar de otra manera; reconocerse uno con la vida, de la misma manera que hoy la tierra es una, fundida con la nieve y el aire que posa sobre el campo solitario.
El otro día, cuando asistía al espectáculo de Pavlovsky en el Español, me aliviaba comprobar que el mundo no respira de manera muy diferente a como lo hace mi cuerpo. El escenario, cubierto por una niebla que posaba suavemente sobre un gran rosetón de seda roja que cubría el estrado, disponía a la sinceridad y al encuentro con la realidad íntima de los años, un rey Lear a solas con sus reflexiones, jugueteando con el público a compartir lo que difícilmente se puede compartir, la resignación de una curiosidad que se va apagando, la inmensa soledad, el eco diamantino de una pena inexpresable. Cornelia debía de esperar en algún lugar más allá de las bambalinas, pero Lear no pensaba en ella, no podía atender más que al soliloquio de los años. Esa era una de las facetas que se dejaba ver, o que yo veía, en el rostro profusamente maquillado de un Pavlovsky travestido para la noche de El Español.
En el espectáculo no tardó mucho en aparecer una pregunta clave: ¿era o no era actuación aquello? ¿Quién sabría distinguir netamente entre una cosa y otra, no sólo en el ámbito de esta representación sino yendo más allá, en la propia vida, tratando de separar aquello que Conrad denomina ser interior, de eso otro que es nuestra diaria relación con el mundo? Con Pavlovsky era obvio que ambas respuestas podían ser válidas.

En determinado momento la niebla se hizo liviana y entonces, más allá de mi ventana, apareció la forma blanca de un almendro aislado con las ramas cubiertas de nieve; y más lejos, en el bajío junto a la autovía, los muñones de los olivos con sus escuetas ramas ateridas de frío simulando la figura oscuras de fornidos samuráis salidos de una película de Kurosawa. El sol se abrió paso entre
la niebla. Inmediatamente decidí coger la cámara fotográfica y salir a inspeccionar los alrededores. Los arbustos y las hierbas conservaban todavía su envoltura de hielo a punto de desaparecer. Me dirigí hacia el almendro solitario, aquel en el que nos fotografiáramos X y yo en una ocasión cuando confeccionábamos la portada de un libro común. En la tierra labrada había desaparecido la nieve y las ramas heladas del almendro servían de marco a la tierra ocre y a los olivos del fondo.