De Tiananmen a Manzanares el Real. El juego del fuego y del agua. Ya Ding


Hoy estuve en la plaza de Tiananmen, seguí a un prófugo en su huida de la masacre, le acompañé por las calles de Hong Kong después de una aventurada huida y luego volé con él a París mientras la nieve y el hielo crujían bajo mis pies. Era un día frío y soleado. Cuando me paré a comer algo, un petirrojo voló inesperadamente a posarse sobre una roca que despuntaba en la nieve, un colega de aquel otro que vino a comer a mi mano un otoño anterior en los despeñaderos del río Lobos. A la altura del Tolmo, Li Liang, el protagonista de El juego del fuego y del agua, de Ya Ding, caminaba por París indeciso sin saber qué hacer mientras esperaba la respuesta de una antigua novia que había conocido en la universidad de Pekín. Luego me encontré el río que dificultaba mi lectura escuchada; los pequeños saltos de agua guardaban todavía el recuerdo de las heladas pasadas, gruesos carámbanos de hielo eran socavados por la ruidosa corriente de agua.
Había iniciado mi caminata en las cercanías de Miraflores de la Sierra, caminando hacia la Hoya de Blas por ese tan encantador y poco visitado rincón del Guadarrama, con la Najarra a mi derecha y el cordal de la Pedriza enfrente; los caminos estaban helados y el campo había quedado cubierto por una capa de nieve ligera de consistencia vaporosa. Hacía cerca de cuatro meses que no caminaba, me sentía como si estrenara un traje nuevo. Antes de meterme en la accidentada vida de Li Liang, rodeé la Hoya de Blas hasta tomar el camino del collado de la Dehesilla. Hacía calor, me despojé del jersey y, en el momento en que me vi apremiado por pensamientos con los que no quería compartir mi paseo serrano, eché el candado y me puse a recitar aquel Namu-amida-buchu al que suelo recurrir últimamente para quitarme de encima aquello que no me conviene que aparezca en el umbral de mi mente. Encontré unas huellas de varios días atrás que se elevaban entre las jaras y el bosque ralo. En las cercanías del collado tuve que abrigarme de nuevo. La Pedriza respiraba una magnífica soledad de lunes por la mañana temprano. Después de tomar un piscolabis y dejar un salpicado de migas para mi asustadizo petirrojo que volaba a mi alrededor sin atreverse a bajar a por su yantar, me eché el macuto a la espalda, me puse los auriculares y eché a caminar valle abajo por el helado sendero que se dirige al Tolmo. Había pensado dar una vuelta más larga, pero ahora era demasiado placentero aquel camino y aquella novela. La Maliciosa se alzaba al fondo como una vieja amiga bajo cuya ventana uno pasa recordando siempre alguna aventura amorosa.
Era el tiempo de Ya Ding. Llevo una temporada leyendo novelas producidas en Japón o China. El otro día, conversando con unos amigos, les decía que no sabía muy bien en qué consistía esa atracción que ejercían en mí estos relatos. Evidentemente los jóvenes y adolescentes de aquellas latitudes tienen muchas cosas en común con los nuestros, pero hay algo especial en ellos que me hace disfrutar de la lectura como si en ellos encontrara una parte de mí mismo recóndita que sólo aflorara al contacto de estímulos que no conozco bien. Me sucede algo parecido con los textos budistas que leo. Naturalmente podría ampliar el arcos de posibilidades y remitirme también a la India u a otras partes de Oriente. La idea es esta: evidentemente si hubiera nacido en un remoto pueblo de Japón, o en el Tibet, o en la orilla de Mekong mis concepciones religiosas, mis referencias culturales y mi modo de ver y relacionarme con la realidad habrían sido totalmente diferente; mi cerebro habría funcionado de manera distinta a como lo hace habiendo nacido en Madrid. Ese es un punto, pero hay otra cuestión, con ser tan importante no todo puede venir de la educación ambiental que recibimos, algo incipiente y muy universal debe de dormir en nosotros como si una semilla se tratara, un algo común a todos los seres humanos del planeta, que independientemente del entorno cultural o geográfico en que se vayan a desarrollar, puede dar respuestas muy heterogéneas a las inquietudes de hombres y mujeres. Algo así como si en potencia todos estuviéramos genéticamente preparados para asumir puntos de vista y relaciones con la realidad tan múltiples como las existentes de una parte a otra de la Tierra. De manera que esta especial curiosidad que surge cuando nos acercamos a otras culturas, a otros modos de vivir, de algún modo podrían tener algo en común con esa interpretación platónica en la que el encuentro con nuevas experiencias a veces parecen tomar el aspecto de reencuentros con nosotros mismos, con partes de una vida anteriormente vivida en donde ahora se reproduce el reflejo de aquella existencia. La vida estaría llena de reminiscencias que nos recuerdan algo de un pasado remoto ya vivido. Algo parecido simplemente, porque creyendo que la vida es sólo una, sin antecedentes y sin más futuro que volver a convertirse uno en cenizas, todo tiene que tener necesariamente otra procedencia. Quizás de lo que se trata es que cuando me encuentro con “esas reminiscencias” lo que estoy haciendo es tropezar con esa parte de mí que vive en estado latente en alguna parte de mi interioridad. Una idea cercana a esa que explora Jung del anima y el animus, en la que nuestro ser, compuesto esencialmente por el animus (algo parecido a la masculinidad), convive con una parte importante de anima (feminidad), un planteamiento que explicaría muchas cosas en otro terreno. En fin que estábamos en la Pedriza, siguiendo a última hora el curso del Manzanares por un sendero cubierto de hielo mientras en mis oídos sonaba la novela El juego del fuego y del agua.
En el autobús, de vuelta a casa, esa larga parada de luces rojas y blancas en caravana de la autovía, se me presentan como totalmente ajenas a mi realidad. Me paro a considerarlo y es verdad, hoy me bastó alejarme de casa, de la parcela, de la cabaña, de los libros, para entrar en otro mundo; el embalse Santillana con el sol incendiando las nubes sobre el lago helado, sobre las sombras de los álamos, pareció un paisaje robado a un país nórdico. El brillo acerado de sus orillas todavía heladas parecía un decorado sacado de Alexander Nevsky, la película de Eisenstein.

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