Hospital Infanta Elena, 01/06/2010
¿Sabes?, según venía hacia el hospital, pensé en escritirte una carta, la primera dirigida a ti, creo, en toda mi vida. El cielo estaba muy bonito, esas grandes nubes cabalgando sobre los campos de cultivo, el cielo velado con el suave tul del verano que se nos ha venido encima de repente, las amapolas confundidas en su suavidad al pastel con el trigo cercano a la siega. Era agradable mirar a ambos lados de la carretera. El día había sido caluroso y ahora uno podía entretenerse en contemplar el cuadro de la tarde. Colores como los de Cézanne cuando el verano se hace el señor del lugar en torno a La montaña Sainte-Victorie. Ya sé que tú no apreciabas estas cosas, pero no importa, te las cuento igualmente, la tarde tenía algo de aquellos veranos que pasábamos en el río Alberche cuando éramos niños, ¿recuerdas?, tú sentado en tu flamante y recién estrenada Guzzi con aquel remorque de fabricación casera en donde llevabas algunos de los enseres para nuestro campamento familiar, mientras nosotros nos desplazábamos en aquel tren de juguete que partía junto al río Manzanares, con los colchones, la tienda de lona que había hecho mamá, las perolas, ese sin fin de cosas con que convertíamos nuestro campamento de colonos en un bonito lugar junto al río. ¡Qué días aquellos, verdad? Ahora ya se ha acabado todo eso. No sé si me oyes cuando hablo contigo; desde anteanoche, te has vuelto muy silencioso, entonces cuando me llamabas a cada momento con ese ronco y casi imcomprensible Too, Too, Too. Sin embargo la noches anteriores, jo, qué pesado estabas, no me dejabas apenas dormir. Las palabras llegaban ya con mucha dificultad a tu boca, pero yo te entendia, me gustaba eso de que me llamaras Too; pero de lo demás no entendía apenas nada; lo último fue aquella insistencia con que me pediste el casete de las novelas; tuvo que ir Beatriz a por el segundo casete, porque el primero te lo habías cargado, se había caído de la cama; te puse un poco música en el ipod, pero tampoco eso te alivió, dijiste: ¡qué aburrimiento! Fue curioso que hicieras referencia al aburrimiento con lo malito que estabas. No, la novela que leías ya no la podrás terminar, se quedará ahí como los pájaros de Juan Ramón Jiménez.
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Por cierto que me hubiera gustado recitarte esos versos, aunque para ti eso de los versos fuera un rollo, esa dichosa palabra, ¿verdad?; todo lo que no entendías era un rollo. Ahora ya no hay tiempo, el tuyo se acaba poco a poco, esa brizna de respiración que oigo desde mi asiento frente a tu cama; el glu-glu del oxígeno te ayuda a mantener el último hálito de vida, ese mismo glu-glú que también a mí me ha acompañado estas noches que he pasado contigo, y que a mí me recordaba un pequeño riachuelo de montaña junto a uno de tantos vivacs que he hecho en mi vida, y que posiblemente tengan su origen en ese empeño tuyo en llevarnos cuando éramos niños a veranear junto al río Alberche. El río Alberche ya no es como antes, pero aun así, allí queda como el momento más notorio de nuestras relaciones, la infancia en la que yo aprendí a amar, acaso gracias a ti, esa Naturaleza, mi constante amante desde la adolescencia.
Qué aprendizaje el de esas noches juntos, tan silenciosos uno junto al otro; ese diálogo que nunca pudimos mantener se abre ahora desde la tarde al alba; esas historias inconexas que me contabas las primeras noches, cuando yo, con lo dormilón que soy, bien lo sabes, intentaba, muerto de sueño pegar ojo. Y es que claro, te habías pasado todo el día durmiendo y luego, cuando llegaba la noche, te daba por hablar y hablar. Y yo te decía: anda, déjame dormir un poco, por favor; y tú nada, continuabas como en un sueño tu cháchara sin fin, esos fragmento de historias que aleteaban por tu cerebro como moscas zumbonas.
Desde que comencé esta carta han transcurrido poco más de veinticuatro horas. La interrumpí porque noté que tu respiración se hacía más lenta; dejé el ordenador a un lado y me acerqué a la cama, estabas tranquilo, pero el ritmo de tu respiración había comenzado a alterarse; ahora entre inspiración y expiración transcurría cada vez más tiempo, primero fueron tres segundo, después durante un rato fueron cuatro; yo te miraba y me preguntaba si llegaría la siguiente inspiración; en poco tiempo la espera fue de cinco segundos; a partir de entonces te oí respirar un par de veces, tres, y después, sin que en tu rostro hubiera ningún gesto que delatara el final, ya no hubo respiración, tu corazón se había parado. En el pasillo se oían voces lejanas; probablemente los pájaros cantaban fuera, los campos seguían a rabiar llenos de amapolas, esas bellas y sencillas amapolas que te puso Lucía sobre el pecho poco antes de nuestra despedida definitiva; probablemente el atardecer se deshacía por poniente acariciando con sus últimos rayos los olivos, el blando horizonte azulado, las algodonosas nubes que poco antes yo había admirado cuando me dirigía al hospital. Probablemente, pero tú ya te habías marchado. Ya no podrías terminar de leer tu novela, no podríamos comer los domingos juntos, ni beber ese café con anís que tanto te gustaba, ni gruñir porque la comida no tenía sal. Ya nadie podría leerte esa carta que Mario te había escrito desde su choza de cabrero y que tanto se demoró en llegar a la residencia.
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Y llegó el momento definitivo de la despedida. Y nos fuimos y te dejamos allá con tus amapolas, tu vilano, las flores, el eco de aquellas palabras: adios papá, adiós abuelo, te queremos; cosas bonitas para que entretengan tu camino de retorno hacia la tierra de la que todos partimos y hemos de regresar algún día. A partir de ahora, de tus cenizas brotarán cada primavera bellas y hermosas flores , el ciclo de la naturaleza nos recordará la muerte, pero también todo lo hermoso que la vida tiene.
Una carta emotiva y repleta de cariño. Qué linda, Alberto.
ResponderEliminarUn beso y un abrazo emocionada.
Alberto al escribirte, hace unos minutos, por correo, se me olvidó picar en este hermoso enlace que escondía tu correo, que me ha emocionado mucho.
ResponderEliminarUn beso mas para todos.
Gracias, Marga y Santiago
ResponderEliminarlas flores que crezcan en tu jardín irán trayendo palabras...Ton, Ton, Alberto...y volverás a verte junto al río...
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Ignacio
Gracias, Ignacio. Espero que vuestro paseo jacobeo haya sido un agradecido caminar.
ResponderEliminarUn saludo