Hospital Infanta Elena, 30/05/10
No es exagerar, creo, decir que gran parte de la obra de Proust, para mí la más interesante, se levanta precisamente sobre un mundo, ese impacto que produce en nosotros la expectativa de una persona, un acontecimiento, un objeto artístico, un paisaje que visitaremos próximamente, un mundo que sólo tiene vida real en la mente del que anhela. Su obra es un continuo ajuste de cuentas con la realidad, la cual, una vez constatada, producida la toma de contacto, pierde su halo poético, la magia que lo envolvió durante el tiempo que duró la expectativa, para convertirse en prosaica realidad que apenas tiene en común con el objeto deseado más que el nombre. Da lástima comprobar como página a página el proceso se repite, cómo sus amores, el idilio que levantan todas aquellas muchachas en flor, Gilberta, Albertina, la duquesa de Guermantes van desmoronándose según le es dado tomar un contacto directo con estas mujeres; esos personajes de la aristocracia que, gozando de tanta estima y admiración por su parte terminan por convertirse en su estimación en un mundo donde acaso la necedad, envuelta en oropeles y amanerados hábitos, es la cualidad más notoria. Entrar en los salones de entonces de la mano de Proust es recorrer el entero camino que va desde la admiración y el respeto por una clase culta y adinarada, a la ramplonería endogámica de una clase ociosa entretenida en vegetar al calor de sus fortunas. Un camino, como tantos, que bien merecería el trabajo de ser conocido en sus detalles; de manera similar a como sabemos del funcionamiento de un motor, llegar a conocer cómo funciona nuestro cerebro.
Si es cierto que pasamos una parte respetable de la vida viviendo fuera de la realidad, no por ello nuestra objetividad debería empeñarse a toda costa en vivir acorde con la asepsia de lo que la razón a cada momento trate de imponernos aduciendo la cordura como fin. ¿No está acaso gran parte de la felicidad en la expectativa, en cómo nos imaginamos un país exótico que visitaremos en las semanas próximas, en cómo pensamos en nuestra amada, en cómo será hermoso escalar tal cumbre, realizar tal proyecto? La novela de Proust es hermosa en ese tiempo de la espera, en cómo se enamora constantemente; en la forma en cómo se imagina aquel pueblo, Balbec, donde pasará el siguiente verano; en lo hermoso que será oír cantar a la Berma; en un viaje aplazado a Florencia o Venecia; en los tantos trabajos que se toma para tropezarse, ser invitado, por aquel grupo de muchachas. Pese a que todo se descomponga más tarde y la realidad sea rudamente prosaica, sin poesía, incluso soez, como es el caso cuando paso a paso va demoliendo aquel mundo de Guermantes, lo va ridiculizando despiadadamente una vez ha tomado contacto con sus salones. Pero que me quiten lo bailado, parece afirmar este hombre, que aun sabiendo que en un tiempo la expectativa ha de perder su poesía, no ceja por ello de perseguirla, de buscar en la realidad aquella parte de verdad susceptible de llevar un poco de emoción a su alma.
¿Ponerse una coraza contra lo posibilidad de sufrir otro desengaño amoroso?, ¿empeñarse a toda costa en decir que un vaso en simplemente un vaso?, ¿privar al alma del sabor de la magdalena, del frescor maravilloso de las horas pasadas en otros brazos?, ¿dejar de soñar de vez en cuando?, ¿cometer la locura de dejar de estar un poco loco? No, gracias.
Proust desmonta de continuo el andamiaje entre la realidad y el sueño, pero no se arredra por ello, sigue soñando, viviendo fuera de la realidad, que es algo muy bueno, siempre que, como en todas las cosas, uno no se vea abandonado por cierto sentido de la mesura.
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