Entre convenciones andamos

Hospital Infanta Elena, 29/05/10


Hoy, leyendo el periódico, observando al personal del hospital, siento la realidad como un asunto de teatro en donde cada uno desempeña una función, la que le cayó en suerte, la que se ganó a pulso, lo que sea, pero un mero teatro sustentado por esos grandes inventos que han recorrido la columna vertebral de la historia: la religión, la política, el poder. Todo es así porque tiene que ser así, más o menos, pero con la salvedad de que las creencias en las que hemos sido bautizados y educados con ser falsas en su mayoría, sirven, es cierto, para ir dando a cada uno un puesto, un lugar que en el puzzle general que cuadre a la organización de la colmena y a su equilibrio de fuerzas. Las organización requiere que los zánganos tengan conciencia de su condición laboral y social, y que las obreras, a su vez, piensen y laboren desde una condición asumida a priori. En la portada del periódico, tijeretazo, paro, menos solvencia internacional, una señora comprando libros para sus nietos, la reina, detrás otra señora, la ministra de cultura, inauguran la Feria del libro, los militares deprimidos porque sienten que dan la vida por ideales que la gente ridiculiza; después, el chapote de Obama en el golfo de Méjico, en fin, todas las noticias del día. Cuando era niño, los ministros y toda la gente importante de la recién estrenada tele, eran una jerarquía perteneciente a otro planeta; yo, mi familia, la gente que conocía, éramos simples lacayos de toda esa fanfarria; el comedor del colegio al que asístí, era subvencionado por la duquesa de Alba, alguien muy importante e inasequible que empleaba algo de su tiempo y su dinero en obras de caridad; cosas que pesan en la consistencia de nuestros pensamientos adultos, aunque evidentemente pierden cada vez más gradación con los años.

Un teatro que es percibido así pero que en su urdimbre no deja de ser más que un juego de convenciones, impuestas, claro está, por aquellos que tienen, tuvieron intereses en sacarle algún provencho a tales convenciones. La propiedad privada, la grande, es una convención en la que se han empleado a fondo a lo largo de la historia los espabilados de siempre convirtiendo y perpetuando en propiedad la mayor parte del planeta; las monarquías y todos sus oropeles es otra convención, anticuada convención que fue sostenida a su vez por otros muchos a los que ésta servía por demás en la consecución y perpetuación de derechos que para más gracia parecían provenir del mismísimo Dios; la religión, acordar que la realidad es así o de la otra manera, que como no queremos dejar de vivir, debemos traspasar el tiempo de la mano de unos entes llamados dioses, que previo el débito de amarlos sobre todas las cosas, nos concederán la bienaventuranza eterna; una convención para obviar el dolor de la vida, el de la muerte; una locura inconcebible que milagrosamente, y contra natura, fue asumida siempre por la mayoría del género humano

Y lo bien que lo asimilamos, cómo llegamos a creer, como arrogantes duquesa de Guermantes, ya que Proust está tan presente en mis lecturas últimamente, en una superioridad de unos sobre otros, cómo logran primero inventar un Dios dueño y señor del Universo, para a continuación los hombres del poder sustentar el mismo a partir de esa piedra angular. Y de ahí a estratificar toda la sociedad y hacerla creer que unos tienen sangre azul, otros verde y los pobres viandantes tan sólo roja, va un paso. Es un lastimoso placer ese de seguir en sus pequeños actos, en sus reuniones, a toda esa prole aristocrática de principios del pasado siglo, que mira tan por encima del hombro al resto de los humanos. Cómo el principio de autoridad se nos impuso desde la infancia hasta dejarnos convencidos de que en la colmena humana unos habían nacido para mandar y poseer la riqueza y el resto para obedecer y servir a los primeros.

Y así, hoy, cuando hojeo el periódico y miro los rostros de ese centenar de personajes que pueden aparecer en una edición ordinaria, me sorprendo a mí mismo pensando en cómo ha podido uno convivir durante décadas con esa idea introyectada desde la infancia de respeto y consideración hacia otros muchos ciudadanos que por su situación social, económica o de poder se nos revelaban como de muy especial condición superior a la nuestra. Las sociedades funcionan basadas en un complejo sistema de convenciones, que si bien sirven para que el sistema se organice y funcione con cierta regularidad, también es cierto que a la larga impone al individuo un modo de pensar, un acatamiento de ideas, una percepción de la realidad que no siempre facilita al individuo la posibilidad de ver con claridad en el fondo de los asuntos, mediatizado como está por tantas creencias que sin ser suyas las cree tales hasta el punto de partirse el alma por las mismas. Por Dios, por la Patria y el Rey murieron nuestros padres, por Dios, por la Patria y el Rey, moriremos nosotros también. Como para colgarlo en un selecto lugar de la memoria y recordar en qué paran semejantes palabras. Aquel genocida llamado Franco, por ejemplo. ¿No vivimos acaso extremamente mediatizados por ideas que, vaya Vd. a saber, de qué manera fueron inoculadas en nuestro avasallado organismo desde chiquitines? ¿Por qué mi suegra sigue venerando la memoria de ese Franco mientras que para mí y tantísimos otros no es otra cosa que el responsable criminal de medio millón de muertos? Y así están las cosas, tan actuales hoy con el asunto Garzón. Tantos que creen, y con tanta fuerza, o les interesa creer, que allí, ni en la guerra ni en el periodo posterior, no hubo crímenes y que cuestionarlo merece el presidio. No sirven las evidencias más palmarias, hay que seguir manteniendo la convención de una amnistía y acusar de prevaricación a aquel que según la lógica de una justicia obvia pretende inculpar a los tantos criminales de aquellas décadas.

Para bien y para mal, entre convenciones andamos; pero sería bueno que lo supiéramos, que en cualquier caso son eso, convenciones; conveciones que por demás se presentan en la práctica con frecuencia como fieles servidoras de intereses innombrables.






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