El halo de la excepción


Hospital Infanta Elena, 28/05/10


De cómo la reiteración, la presencia continuada en un espacio que suscitó emociones y percepciones nuevas, va perdiendo su halo de excepción para convertirse en cosa cotidiana que ya no llama la atención; se instala en nosotros y se hace cosa de todos los días, perdió su magia, su facultad para estimular nuevas asociaciones, para convocar la poesía que los espacios nuevos y sus circunstancias llevan en sí. El hospital; las horas en él se convierten en rutina, rutina dolorida, el amanecer que inundaba hace días con su luz intemporal compartimentando en líneas netas la geometría del edificio, es esta mañana, con ser el mismo espacio, algo totalmente diferente, desapareció la emoción primera, la evocación del desierto, la soledad, su aislamiento que me sugería la mañana en mitad del páramo. Por demás la madrugada es hoy groseras blasfemias, soeces gritos de un enfermo que ocupa una habitación cercana, es luz y tiempo desposeídos de ese revestimiento que la novedad y las circunstancias de excepción otorgan a pequeñas parcelas de la vida. No la excepción exclusiva de una luz, un silencio, sino el valor que otorga a esa luz y a ese silencio la circunstancia especial de una enfermedad grave que, comenzando por despabilar nuestra amnesia respecto a la omnipresencia del hecho de que somos seres nacidos para morir, hace que cambiemos inmediatamente de registro para rendirnos a la evidencia de la muerte y el dolor, siempre como adormecidos en nuestra conciencia mientras no haya razones, situaciones concomitantes que nos recuerden que su permanente actualidad es cosa posible en cualquier momento del día. Así, la enfermedad, una circunstancia emocional especialmente fuerte, termina por hacer de los espacios un entorno en el que nuestro espíritu, sensibilizado en extremo, encuentra un modo de expresar su abatimiento, el frescor de una mirada nueva que hace del momento una vivencia impregnada de poesía, bañada por el encuentro personal con los resortes más intimos de nuestro vivir.


Esos instantes de gracia en que nuestra percepción, aguijoneada por la magia del momento, ve y siente lo que raramente alcanza a percibir en las prosaicas situaciones de la vida diaria; la puerta encantada, el reflejo de los infiernos, la dulce suavidad de un amor, la tenue llamada de una verdad incontrovertible que habrá de ir formando nuestra conciencia en el aprendizaje que todos hemos de hacer de la muerte. Porque pareciera que una parte importante de nuestra vida transcurriera en estado de adormilamiento, como si sólo viviéramos realmente un reducido espacio de tiempo a lo largo de nuestra vida.

De manera que cuando nuestra iluminación termina por desvanecerse, cuando nuestros ojos, abiertos momentos antes al espacio lírico, ensueño, intuición, honda percepción del momento vivido, el mundo es ya otro, hemos perdido la condición de gracia y nos vemos de nuevo sentados frente a la ventana y su geometría blanca y solitaria como alguien que aburrido sólo piensa en marcharse de allí y seguir el encadenamiento de actividades que llenarán con su rutina las horas hasta la llegada de la noche siguiente.



Así sentí yo hoy el amanecer en el hospital. Nuestro cerebro parece no estar hecho de otra manera que para vivir raramente momentos de excepción, momentos en los cuales éste, sacando de sí lo mejor que tiene, agudiza su percepción, alerta sus sensores, pone en funcionamiento nuestras capacidades para ver y comprender asuntos y situaciones que en otros momentos nos es imposible captar. Comprensión, no hace falta decirlo, intuitiva y sensual, vital, esa clase de conocimiento que no necesita de la razón y que se nutre de las experiencias notables de la existencia, de esas circunstancias de excepción mediante las cuales nos vamos formando, vamos teniendo poco a poco idea aproximada de qué sea esto de la vida.

No queda más que tomar nota de estas cosas, saber cuándo uno se encuentra ante uno de esos instantes preciosos, para cuando seamos visitados por ellos tener nuestra lamparita preparada, recogernos, mimar los minutos que seguirán, que con seguridad habrán de ser inestimables e intensos; preciosos en el sentido de que son esos instantes, pese a que puedan provenir de circunstancias dolorosas, como es en mi caso estos día, nos permiten acceder a la esencia de nosotros mismos y de las relaciones con las personas que queremos.








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