Hospital Infanta Elena, 26/05/10
¡Qué rara curiosidad ésta que suscita esa larga corte de personajes que recorren la obra de Proust; periclitados, extravagantes, inteligentes, inmensamente cultos algunos, extremadamente ricos, poseídos de su importancia, a la caza unos y otros siempre de un lugar en el frontispicio de una clase social que gasta su tiempo y su dinero en mantener sus privilegios, en estar en la consideración de los más poderosos! Esos personajes que por demás parecen no saber vestirse o peinarse sin la ayuda de un sirviente. Extraño invento el de un ayuda de cámara, por cierto, para una persona que goza de salud y no tiene ningún impedimento físico.
El escarpelo de Proust es a veces tan proverbialmente cruel que me cuesta imaginármelo como uno más de ese baile de disfraces que son con frecuencia las reuniones de la alta sociedad de su tiempo. Tan lejos estamos de ese emperifollado social, que aun sabiendo que hoy no deben de faltar grupos sociales que le anden a la zaga a aquellos encopetados caballeros, nos parece como cosa de un obsoleto teatro de marionetas; al menos así me lo parece a mí, esa gente, pongamos por caso Camps y sus secuaces o aquel señor del bigotillo que empleo veinte millones de euros del herario público para que los señores del Congreso de los Estados Unidos le pusieran su pequeña corona de laurel, personaje tan patético como para preguntarse por la cordura de sus tantos admiradores; esa afición por aparecer en todas las fotos; todos esos afanosos caballeros (sic) del caso Gürtel que se dedican a amasar dinero o poder. Qué fuerza la de querer estar entre el cogollito, la de ser alguien a toda costa aunque uno tenga que morirse.
Y es que, como diríamos hoy, Proust iba a lo suyo, pues sin parecer tentarle los oropeles de aquellas gentes, se nutre de ellas, vive del incesante aprendizaje que le proporciona su trato diario; pero sobre todo le sirve de trampolín para colmar sus propias inquietudes, su anhelo de mujer, su extremada sensibilidad en relación con el arte y el mundo de las sensaciones.
Acaso el ambiente del hospital, su silencio interrumpido por las quejas de algún paciente, la blancura neta de sus paredes, todo ello contribuya a ver la realidad desde la óptica de nuestra pobre y ridícula desmesura cuando vivimos apenas sin vivir en nosotros, pendientes, pobres, de ese ruido mundano que parece aturdir de continuo nuestros sentidos, desconociendo, acaso, la importancia que tenemos para ese persona tan particular y especialísima que somos nosotros mismos, desconociendo el tiempo que nos debemos, el empeño con que deberíamos mimarnos. Estar ocupados en exceso en el mundo exterior debilita el tiempo que necesita nuestra propia alma de estar en comunión con nosotros mismos. De Proust me gusta precisamente esa capacidad de ser él mismo centro de su relato, él, sus emociones, sus espectativas, sus sucesivos enamoramientos, sus relaciones con la música o la literatura, a la vez que su papel como testigo y mentor exhaustivo de la sociedad que le rodeaba. Estar a lo uno y a lo otro, al plato y a las tajadas, debe ser un arte sólo asequible a una minoria privilegiada, una rara armonía que poco tiene que ver con el apresuramiento y con las aficiones desbordantes de poder, la fama o el dinero.
Qué bien nos vendría tener hoy a mano un escritor, que al modo de Proust o Balzac, pudieran servirnos a la carta un muestrario de todos estos personajes de novela que de continuo vemos aparecer en las portadas de los periódicos, la actualidad social de un mundo un poco loco en donde en el momento que menos te lo esperas un bonito puñado de aprovechados, como sanguijuelas voraces, vienen a nutrirse de la ingenuidad de sus congéneres. Verlos ahí, personajes cómicos en definitiva, sus aspiraciones, sus canalladas, su arrogancia, su mentecato sentido de la vida. Y así volver a restituir a la literatura, y en cierto modo a la moral, la posibilidad de ahondar la realidad más allá de ese exceso de “información” que nos sirven los periódicos y que apenas roza el entramado real en donde se mueven los porqués de esta gente que no encontró otro modo más provechoso y honesto de organizarse la vida. Por sus hechos los conoceréis; acaso, pero mejor servidos en su salsa, condimentados, aderezados por sus pensamientos corrientes, por sus delirios de poder; ver en qué cómicas razones puede fundarse una señora Botella para decir que un ser tan patético como su marido es esencialmente un intelectual.
Una de la madrugada. La realidad incontrovertible del hospital y su entorno, un excelente miradero desde donde contemplar la curiosa fauna de la que todos formamos parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios