Porque en su profundidad la pena y el dolor apenas sabemos de donde viene, aunque lo intuyamos, aunque la evidencia de los datos nos despierten por la noche aferrados al agudo filo que se nos hunde en el alma. Por eso miramos la mañana con la perplejidad de quien se encuentra en un mundo nuevo, la puerta que se abre a un espacio crudo de aristas netas. Fuera el sol rompe tímido contra las blancas fachadas, despierta con suavidad las ramas del olivo enano que crece testigo de la nada junto a la serpiente que arrastra su almendrada coraza de piedra gris por el patio del hospital. El interior de la habitación, como si fueran cayendo cacillos de leche en la negrura del alba, va convirtiendo su espesura de pez, su silencio, en cenicienta fragosidad sobre un fondo en el que impasible gorjea el glu glu del oxígeno. La tos del enfermo rompe bronca y seca contra mi sueño, lo despabila. Me siento en la cama confuso, con la resaca de una noche en vela perturbada por sueños que fueron creciendo en los intervalos a la sombra de mi inquietud. La terraza donde vivía se asomaba al vacío de la calle y yo debía descender aferrado a las anfructuosidades de viejos ladrillos erosionados, para ir a pagar una factura de doce mil euros por el arreglo del coche. La voz de mi padre atravesó el sueño, su voz era gutural, recia, también él soñaba, sus palabras salpicaban significados parciales, inconclusos, palabras como islas brumosas difíciles de definir, palabras en el piélago de la noche en las que era imposible encontrar un hilo de razón.
Eran las siete de la mañana. Me incorporé, entró una enfermera, extrajo con dificultad un centímetro cúbico de sangre del brazo de mi padre. ¿Te afeito?, le pregunté. Bueno, contestó. Hace días que perdió las ganas de hablar. El zumbido de la maquinilla recorrió suavemente su rostro.
Minutos después tomaba contacto con el frescor de la mañana, con el tapiz de las amapolas, con las luces y las sombras del campo, los trigos, las cebadas, el tráfico apresurado de los que van a trabajar. Me invadía una inmensa tristeza, tristeza por mí, por mi padre, por la vida que no es a veces como la queremos, esa realidad multiforme que tanto nos hace vibrar de placer y expectativas como nos sume en el intrincado laberinto de los porqués, en las profundidades de los pesares.
Llegué a casa pero no tenía ánimo trabajar en la parcela donde ya la pelusilla del nuevo césped ha empezado a tapizar la negrura del mantillo. Es hermoso este pequeño emplazamiento del mundo, es hermoso especialmente en primavera, en esta primavera que creamos un huerto y sembramos decenas de especies diferentes de flores. Las lechugas ordenadas como un pequeño batallón disciplinado, el despelucado patatal, la inhiestas tomateras a las que la hortelana colocó ya un tutor, las escarolas, los rabanitos, los erguidos puerros junto a sus primas hermanas las cebollas, las zanahorias como pequeños abetos enanos; en fin, y luego los peces que oyen mis pasos y se acercan a por la comida matinal, revoltosos, inquietos; o Gaza y Curri que vienen a mi lado buscando mis caricias, este último con el caminar cojitranco de la vejez perruna; en fin, las lumninosas acacias, los frondosos cerezos con su pincelada de vino viejo sobre la umbría de las catalpas y las higueras, al fondo de la cual destaca la claridad matinal de los álamos blancos. En fin, tantas razones para vivir en paz con el mundo, ahí mismo, frente a la desolación y a la mañana de insomnio que cubría el patio blanco y su serpiente de piedra.
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