Un día más



Hospital Infanta Elena, 25/05/10

En el mundo de Proust es una noche de profunda niebla en donde los coches de punto encuentran dificultades para orientarse, El mundo de Guermantes. En el del hospital es primavera, bellos tapices de amapolas cubren los taludes de la autovía vecina. Atardece, se me hizo tarde, conduzco con cierta premura. Aparco junto a la puerta de urgencias, desconecto las baterías, cierro la puerta del coche.
Con los pensamientos y las impresiones de un solo día cabría escribir un libro con algunos cientos de páginas. Todas las puertas de urgencia de los hospitales convocan similares recuerdos, hitos de los caminos de la vida que se convocan unos a otros como atraídos por el aire de alguna desgracia en donde un ser querido estuvo implicado en algún momento. El tapiz de amapolas me recuerda los recientes olivares de los campos de Andalucía. Las páginas de Proust son una continua invitación a la reflexión sobre la condición humana. Los aspersores regando cada par de horas la parte de la parcela que resembré de cesped, estimulan con su monótono clac clac clac mis reflexiones ambulantes. Después de comer me adormilo frente al campo negro del mantillo que cubre la parcela. El pan y quesillo de las acacias ha cubierto con su manto de nieve los alrededores de los troncos; esta primavera no he sentido la fragancia de sus racimos de flores, o yo con mi trajín no lo advertí, o acaso fueron ellas que reservaron para sí todo el profundo perfume de sus ramas. Lástima. Cuando desperté el sol entraba débilmente en la cabaña. Retomé al personaje Proust por un rato y después me fui a ver las nuevas flores que han crecido alrededor de nuestro huerto; me acerqué a por la cámara fotográfica, los esplendidos iris, los delicados pensamientos, los geranios siempre alegres y despreocupados, llenos de color, las rosas, perfumadas, rojas, amarillas, tan bellas en todo momento.
Mario ha cuidado esta noche del abuelo y ahora duerme en el taller, su antigua habitación aún llena de citas que nombran el amor, la vida de un navegante solitario, Julio Villar, que recogen instantáneas en blanco y negro de su viaje a la India; llena también, como secundando un mismo estilo de vida, por tres paneles en donde yo mismo dispuse un muestrario fotografíco de mi travesía a los Alpes en el 2003.
La circunstancia me recuerda los últimos días de la enfermedad de mi madre, esos momentos en que uno siente más profundamente la consistencia elemental de ese tegumento vital que son los hijos, los padres, la familia. Cuando uno, sorprendido por la pajarera de sus propias emociones y recuerdos, se recoge en silencio y, acurrucado en el regazo de la noche, piensa largamente en la existencia, susurra breves oraciones de arrepentimiento, medita largamente sobre los porqués que unos tras otro irrumpen en el pensamiento como insolubles interrogantes. Nosotros, ignorantes, amorosos buscadores de las verdades, incrédulos siempre cuando nos acercamos al vacío en la mirada de los otros.
Es medianoche. En la habitación del al lado una voz de mujer mayor llama insistentemente: mamaaá, mamaaá. El resto es un silencio acompañado como en noches anteriores por el glu glú del dispositivo del oxígeno. La respiración de mi padre llena con su susurro entrecortado el espacio de la noche. Me llega un correo de Lucía preguntando por el abuelo. Una amiga manda unas líneas. La luz lunar de la habitación propende al ensueño, a una melancolía que busca el arrimo de los seres queridos.

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