Hospital Infanta Elena, 22/05/10
La hora mágica dura apenas el tiempo de tomarme un zumo de naranja y un café con leche. La luz tenue alzándose sobre la geometría rigurosa, ángulos y diedros de nieve contra el cielo lechoso del cielo, sin sombras, sin matices, paisaje propio del de la rústica arquitectura del desierto que no se engaña con el verde frondoso de las ramas bajo la ardiente nada del horizonte. Los aciertos del diseñador del centro con sus zigzagueantes caminos de piedra calcárea discurriendo en la grava calcinada y reluciente como una serpiente reptando indolente hacia la sombra lejana de una acacia solitaria. La mañana viniendo sobre el horizonte ilimitado y plano, austero hasta hacerse hermano de ese rastro de luna que se posaba de madrugada lavando con su mirar la noche y su silencio, viniendo desde su frescor temprano hacia el resplandor enjabelgado donde sólo los romeros anuncian acaso la remota posibilidad de un tiempo donde la sed estuviera matizada por hilachos de agua corriendo por la corteza terrosa de la tierra grumosa y resquebrajada.
Mañana como de domingo temprano cuando la ciudad todavía duerme el sopor de una jornada hecha para descansar. La excepción del caminante solitario que espera paseando a la vera de los romeros y las madreselvas enanas la apertura de la cafetería. Silencio, apenas un automóvil que sale del aparcamiento llevando en su interior al último empleado del turno de noche.
Y el termor a que la hora mágica desaparezca prematuramente envuelta en la lógica cotidianidad de un día más, sin historia, igual a si misma, ajena en su esplendor a nuestra mirada robada por el tránsito de los hechos superpuestos que apenas dejan tiempo para mirar el blanco encalado de la mañana, su austera belleza. Ah, retener el momento, el brillo refulgente que alumbra tenue quién sabe qué misterioso rincón de una memoria que quisiera ser parte entrañable del que cierra los ojos y aviva en su interior la llama benefactora de su calor en el frío invernal del alma. Cerrar los ojos y dejar que el nacimiento del día avanzando hacia la cruda luz del mediodía se haga belleza inhóspita y deslumbrante; al fondo las dunas asomando sobre la hilera de los romeros.
Y todo ello tras el ojo de pez de una habitación donde suena el efervescente rastro de un riachuelo y su cantarín reclamo de vida; el anciano, dentro de su mundo, quizás en las cercanías de un final que la lógica de la edad no perdona, duerme envuelto en la calma sabática de la mañana.
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