La imagen de un libro entre las manos por encima de las piernas con la luz del flexo cayendo sobre las palabras alineadas como ejército de almas vibrando dentro de su uniforme, la cabaña envuelta en la penumbra, el ratón que vive en el interior del muro de la chimenea saliendo de su agujero a comer el veneno rosado situado sobre un platillo a la entrada de su cueva, la noche fuera cruzada por el lejano ruido de la autovía, el silencio.
Su libro habla de un caminante que dejó Estambul a sus espaldas camino de China mientras el ratón sale cada poco a masticar como si fueran piñones el alpiste que poco a poco le está dando muerte; como en la película Encadenados , en la que Ingrid Bergman languidece en la mansión de sus apresadores; como en la película que tiene un título de tres letras y cuyo nombre no recuerdo, donde la desolación de los campos nevados sirve de telón de fondo a una historia de amor.
Y la tarde transcurre en la oscuridad silenciosa, ajena al mundo que le rodea entre estas cuatro paredes. Dos seres vivos, un ratón y un hombre que lee.
El hombre se quita las gafas, pasa la yema de los dedos por sus ojos cansados y observa a su izquierda la mesa de cristal bajo la ventana sur; su superficie aparece cubierta de libros, unos encima de otros sin ningún orden; se ve que han ido cayendo allí según su propia circunstancia particular; algunos reposan sobre el cristal inmóviles desde hace meses: Bloom, libros de antiguos viajes por América y Asia; otros más recientes: Desasosiego, El carrilano de Ignacio, los relatos de X, El rumor del oleaje, de Mishima, los ensayos de Montaigne, apuntes diversos, el libro de los últimos poemas, Sonata de otoño; también hay libros en formato mp3, Dulce Chacón, Cernuda, Suzuki, el estudioso del budismo zen, la novela de Ya Ding.
La tarde de ayer la dedicó a la historia de Liang. Las olas saltaban en San Juan de la luz rememorando el estrépito y el movimiento de otras costas en cualquier parte del mundo. Era el mar, pero sobre todo eran las formas de los sentimientos de los personajes en vaivén de olas sobre el paisaje marino. El amor seguía su guión frente a un mar de verano. Una nueva oportunidad para el amor. Destino de fuego, Liang, trata de orientarse en sus sentimientos y en los de ella. Nada hay lineal en la vida, la inquietud está al acecho a la vuelta de cualquier esquina. Su memoria viaja constantemente a los años de la infancia, a la comunidad familiar tratando de buscar un referente en donde sosegar sus tribulaciones.
Y su lectura era un paisaje de fondo que servía a encauzar sus propias inquietudes, un medio para suscitar el encuentro con otras realidades. Mientras Li Liang tomaba posesión del lugar en la casa de la colina a donde había sido invitado, sopesaba lo que había en la historia que le atañía. En toda historia ajena siempre hay una pequeña o gran parte de la misma que nos involucra. Lo que le sucede a la gente suele venir escondido en la apariencia de una individualidad ajena y diferente, pero escuchando y dejando a la lectura vagar enlazada a los propios pensamientos, no es difícil irse encontrando un mundo de analogías que hacen que la lectura sea un paseo por la propia existencia.
La tarde de hoy es un caminante que atraviesa solitario Turquía camino de China. Leer es caminar por dentro de ti mismo. Y en ese instante aparece sobre la pantalla de su ordenador el aviso de un correo. Una presentación con las palabras de un reportero fotográfico, Gervasio Sánchez, galardonado con el premio Ortega y Gasset en el periódico El País. En el acto de entrega de los premiso sus palabras son vetadas por los medios de comunicación, al acto asistían la vicepresidenta del gobierno, el alcalde de Madrid, la presidenta de la Comunidad y otros dignatarios políticos, que ejercieron de convidados de piedra. Las palabras, breves, hablaban del proyecto fotográfico Vidas minadas. También esto es un paseo por una existencia que me atañe, la sociedad a la que pertenezco encubriendo vergonzantemente sus propias lacras inconfesables: vendemos a países subdesarrollados armas y minas antipersonales, comerciamos con la muerte. Gervasio Sánchez ha fotografiado a las víctimas con las que hacemos crecer nuestro PIB, niños mutilados por las minas cuando iban camino de la escuela.
Liang había logrado sustraerse a la matanza de la plaza Tiananmen y, ahora, lejos de China, su cuerpo se encaminaba hacia otra pasión; tras el afán de justicia y libertad el instante el amor.
Y más tarde, ya frente al fuego de la chimenea, el lector solitario veía Fresas salvajes, el viejo profesor, sacado del universo de su propio mundo, va descubriendo a lo largo de un viaje en automóvil esa pizca de humanidad que hace que nos apercibamos de la existencia de los otros y nos descubramos a nosotros mismos un amor desconocido. Ese amor de que hablaba el periodista Gervasio a aquellos niños que había fotografiado tras explotarles una mina bajo los pies, el de Liang a una novia que le abandona porque ha descubierto un deber junto a la institución Madre Teresa , en Calcuta; el del pensionista que camina siguiendo la ruta de la seda consciente de que en el camino está la vida.
Fotografías: Gervasio Sánchez
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