Mis mañanas de rehabilitación




Hoy en seguida me visitó la idea del tiempo; limitado, un rato en que pasar sobre la Tierra, idea casi banal por la reiteración con que aparece en todos los contextos, pero que raramente se respira desde el interior con la plasticidad con que se me presentaba a mí esta mañana. Un rato la vida. Y esa manera en que con los años, más ahora que nunca, el pensamiento va ajustándose a la realidad del tiempo que vivimos, tan dispar en relación a cómo todo nuestro ser lo asume en la práctica, siempre actuando y acumulando como si ello fuera a desarrollarse en una dilatada minieternidad personal. La idea de nuestros actos como orientados a un siempre que sólo empieza a desvanecerse cuando los años, gota a gota, grano de arena a grano de arena, nos muestran la evidencia de nuestra error. Considera Buda que si el hombre tuviera conciencia de su muerte, conciencia interior, muerte no muy distante en cualquier caso, otro sería su comportamiento a lo largo de toda la existencia. Y habituados como estamos a no caer en ello, absorbidos siempre por la inmediatez de los actos, por los proyectos para el futuro, por la presión de los hechos habituales, los hábitos de una sociedad de la que hemos interiorizado un abundante entorno de comportamientos, los modos de vida, hábitos de vestir, comprar, construir nuestro habitat; habituados así nos dejamos llevar por la primera plana de los periódicos, las modas, los usos, que apretados en torno a nosotros, con su tupida red de circunstancias, nos amordazan, nos atan, nos impiden, en definitiva, ver el bosque, el bosque de la vida. Fue así desde el nacimiento, salvo, claro está, esos momentos de gracia, de especialísima percepción de conjunto que todo el mundo tiene en algunos instantes de su vida.
Desde esta situación, situación niveladora y de equilibrio, de poner las cosas en su sitio, esta mañana pensaba, como tantas veces, en mi hijo Mario: el sol y el aire para vivir, unas cabras, una choza de quince metros cuadrados, una huerta y la sombra de unos árboles para aliviar el calor del verano; y pensaba también en otras muchas cosas, porque la idea no tenía nada que ver con la austeridad ni con un trasnochado bucolismo, tampoco la brevedad del tiempo que dura la existencia debía de ser impedimento para llenar ésta de contenidos, pero sin embargo, sí era cierto, que, desde esta visión de nuestra irreparable muerte, sin que haya dios ni profeta que pueda sacarnos de esta verdad ineluctable, ni siquiera con la oferta de un sustancioso caramelo de vida eterna para después de la muerte, la calidad de los contenidos vitales tienen que ser por fuerza diferentes a los que usualmente se venden en el mercado como verdades de cajón, moneda de cambio de la mayoría que como un referente poderoso atrae el apetito y los usos del ciudadano corriente; pensaba en las miles de diapositivas que guardé siempre como oro en paño en el rincón más seguro de la casa, en tantas otras miles de fotografías digitales, ordenada, nombrada, clasificada, testimonio también del propio vivir, mío y de los míos; en la dilatada escritura repartida en papeles de vieja caligrafía, en libros, versos, diarios -esas cosas en que, por proporcionarnos la sensación de crear algo, nos confieren por sí mismas cierta percepción de densidad de nosotros mismos; la certeza de que aspectos  tan verdaderamente importantes en la vida, el amor y la sensación de crear algo, no es ajena acaso a la desmesura y el cariño con que guardé durante tanto tiempo fotografías y escritos-. Pensaba en que sobrevaloramos el valor de la cultura, de la civilización entera en relación a la importancia que tiene uno para sí mismo, y en que precisamente es la densidad de éstas, su abrumadora abundancia, la que nos hace perder la visión de conjunto, contribuyendo con su vasta aportación a crearnos la sensación de que esa, la cultura y la civilización, es la casa, el hogar que nosotros y nuestros ancestros hemos creado para nuestro disfrute “eterno”. Y no importa que a cada momento veamos que la gente se muere, cercanos, lejanos, en la pantalla de la televisión, en la primera página de los periódicos; en general todo ese conocimiento racional es algo que tan sólo roza livianamente nuestro ser interior que vive tan viviéndose en sí que a duras penas puede creer que un día tenga que morirse.
Bueno, pues la novedad de esta mañana estaba en que, mientras movía las piernas de ésta un otra manera intentando reforzar los cuádriceps, y trataba de llegar a una relajación búdica, tuve, me aproximé bastante, a una sensación en la que la vida y la muerte, superando ese viejo litigio de incompatibilidad que las religiones han aprovechado para crear su propio entorno ideológico, se me aparecían como unidas en una interdependencia tal de ser tan mía la muerte como la vida misma, esa que gozo, que amo, que tantas veces, también, me dejó hecho un trapo; tan mía la muerte, esa que tan de cerca se llevó el cuerpo vivo de  mi amante y amiga cuando yo apenas rozaba los veinte años, Nena, para sepultarlo en el vacío, en la no existencia; las percibía en una interdependencia tal que podía tocarlas a ambas, podía conversar con ellas, yo árbol, yo hormiga, conejo, ratón, gato, persona, yo mañana convertido en polvo. ¡Y qué cosa en el mundo puede haber más natural que ésta! Ni siquiera cabía utilizar el término resignarse a, de tan común uso entre nosotros. Nada tan cotidiano y normal como la muerte.
Toda la naturaleza vibra esta mañana en nuestra parcela, pájaros, moscas, las rojas llamas de la caña índica, las petunias, los pensamientos, los geranios, los rosales; las cenizas de mi padre abonan los cepellones que plantamos al final de la primavera. ¿Quien nos educó, nos hizo ver la vida como una carrera contrarreloj hacia el consumo, como un tiempo de trabajo continuo y tantas veces embrutecedor, como un tránsito hacia otra cosa que hacía de ella algo eterno; quién inoculó en nuestro cerebro esa idea de la propiedad privada en la que también subyace un resto de nuestra ilusoria eternidad prolongada en nuestro nombre, en los hijos; posee, poseo, luego existo? Y ni qué decir de la fama o el dinero. Por cierto: Un hombre es rico en relación a la cantidad de cosas de las que puede prescindir, no está de más volverlo a repetir.
La pierna subía y bajaba con un contrapeso en su extremo, tenía los ojos cerrados, veía en una pantalla panorámica todos estos pensamientos, acaso la dicha de morir con buen humor, de llegar a asimilar de una vez por todas -ah, ese larguísimo aprendizaje de saber morir, ese haiku, Esto es todo lo que hay/el camino acaba entre el perejil-, la notoria evidencia, eso que tan prosaicamente llamamos ley de vida. Y eso era hoy la mañana y la rehabilitación, la amable dicha del encuentro con estas menudas realidades que apenas a nadie importan fuera de nosotros mismos y que, sin embargo, constituye parte de nuestra primordial sustancia interior, son el arroyo que canta día y noche en la concavidad de nuestro pecho.




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