Shakespeare. Se entiende de otra manera esa desmedida veneración por los grandes hombres de las artes cuando uno llega a comprender que Shakespeare es de alguna manera Yago, Desdemona, Hamlet, Falstaff, que todos los grandes personajes de la historia de la literatura esconden dentro de sí una parte considerable del autor; ese reconocimiento sin fisuras hacia el genio capaz de crear personajes tan heterogéneos, tan plásticamente vivos, extremosos, creíbles, se humaniza cuando apelamos a todos los extremos de nuestra personalidad y llegamos a reconocer en ella los incipientes personajes de todas las tragedias, de todas las historias de amor. Cuando descubrimos que nuestra aparente uniforme personalidad esconde a fin de cuentas todos los extremos del horror, el amor, el odio, la generosidad, la ternura, el deseo de poder. ¿Cómo si no sería posible llegar a conocer tan a fondo a esos personajes que salen del hervidero de las pasiones más funestas, más emblemáticas de nuestra honda humanidad? Shakespeare debe de ser un perfecto oidor de sus propias pulsiones; en Shakespeare, y con él todos los grandes artistas, tiene existir necesariamente, aunque sea de manera embrionaria, universos similares a los que salen de su pluma. Hoy, de regreso de un largo viaje a pie por las tierras de España, me siento convencido de que no puede ser de otra manera; podemos reconocer en estos hombres el don de una imaginación portentosa, de una creatividad muy por encima del común de los mortales, lo que hace posible la gestación y el parto de una obra de arte, pero no es concebible que en ellos no exista de alguna manera ese mundo apasionado y descarnado que después se convertirá en Otelo, Hamlet, El rey Lear. Me parece imposible que se pueda ahondar tan profundamente en las pasiones sin haber sentido dentro de sí de manera notable la fuerza vital que ha de recorrer después la obra creada. ¿Cómo podría Beethoven haber escrito aquella música sin que todo su cuerpo, toda su alma, llegara a experimentar apasionadamente ese roce con la gracia, con las honduras del alma humana? Quien no es capaz de experimentar en sí mismo determinadas visiones, pasiones, seguirlas al menos de cerca en su estado embrionario, en su potencial explosivo, en la intrincada red de sus complejidades, ¿cómo podría con la sola objetiva observación del mundo llegar a la plenitud de esos personajes canónicos y emblemáticos que pueblan nuestra literatura?
Es más llevadero querer creer para no sentirse abrumado por la desmesura de estos genios, que, junto a la capacidad creadora excepcional de estos hombres, coexiste esa capacidad socrática de matrona que sabe extraer de sí lo que en potencia constituye la heterogénea condición humana. Parteros de sí, oidores pertinaces de su propio yo. Ese me parece el punto esencial de partida, el yo rico, sensible que, uniendo a sus propias percepciones internas a una muy especial especial clarividencia e imaginación, es capaz de alumbrar a partir de esta síntesis mundo-yo, la obra de arte que conocemos.
Algo que, claro, contrasta con el escaso partido que el resto de la gente le sacamos a nuestra persona a lo largo de la vida; puede que no esté de nuestra mano utilizar la totalidad de nuestras posibilidades, sin embargo el que se considere usualmente que sólo hacemos uso de una parte ridícula de nuestras posibilidades, de la misma manera que sólo vivimos realmente unos pocos años en toda nuestra larga vida, lo que habla en definitiva es de la pobreza de nuestros esfuerzos, de la cortedad de nuestras iluminaciones, de la poco provocada tensión con que pasan los días, al contrario de aquellos otros seres excepcionales que a una dotación personal extraordinaria, suman la despierta voluntad de escucharse con decisión, de escuchar a su entorno, a la naturaleza.
Escucho a Mahler en el agradable desplazarse del Ave. Una obra de arte, novela, pintura, como propuesta para despertar nuestro espíritu y adentrarse en parajes encantados, rincones de naturaleza virgen, de nuestro yo escondido. Una llamada para después de un largo camino; una cerveza que cae sobre el cuerpo como una bendita lluvia en tiempo de sequía. Y los sonidos con su danza sugerente, extremosa, palpitando tras la placidez del café, el tren deslizándose sobre el paisaje catalán, aragonés, Castilla al fin, en el silencio del mediodía; adormecido por el sol intemporal; las nubes más allá del viaje, de la calma que subyace en el vagón del Ave, culta civilización en la que pueden convivir la excentricidad de una reproducción de los masais que encontré años atrás en las aldeas al sur de Nairobi, un hombre grueso de buen ver con el pelo rasurado, el cuerpo completamente lleno de tatuajes y los lóbulos en las orejas oradados al modo de aquellos indígenas, su cabeza rapada, su aplomo existencial; un mundo en el que pueden convivir estos y otros tipos de pacíficos pasajeros, ciudadanos de nuestros días que van y vienen de un extremo a otro del país con la indolencia y la naturalidad propia del homínido perfectamente adaptado a su entorno. Y la música de Mahler, ahora la sinfonía número cinco, atravesando el paisaje, ese pedazo del mes de septiembre en el que ahora me toca vivir, con sus huracanadas, su tranquilo paso por túneles del tiempo, el espacio agostado de los campos, la suavidad de un regreso por donde discurre la sensibilidad expectante del viajero camino de casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios